domingo, 29 de abril de 2007

El Don


Según Jonás, todo el mundo tenía un don. Lo que ocurría era que la mayoría no estaba preparado para desarrollarlo, bien porque lo ignoraba o porque no creía en ello o bien porque le daba miedo. Si algo tenía claro Jonás era que existía Dios, pero no era un dios cualquiera, era su Dios, el todopoderoso y magnánimo, el de la Biblia. Tanto en su mesilla de noche como en el bolsillo del pantalón que llevase puesto, siempre había una Biblia; además de la que poseía en la caseta del cementerio.
Invariablemente se ponía como ejemplo cuando tenía que demostrar su teoría: su don consistía en saber cuándo iba a morir alguien. Teniendo en cuenta que era enterrador, el don le resultaba extremadamente ventajoso pues podía adelantarse a la noticia y tener la tumba o el nicho preparado con cierta antelación. De hecho, los del pueblo, que sabían de su habilidad, temblaban cada vez que lo veían con la pala al hombro dirigiéndose a comenzar una fosa.
Uno se puede asombrar ante tanta superstición, pero en los quince años que llevaba ejerciendo su profesión, no había fallado ni una vez, uno u otro caía en el hoyo. Debido a su exactitud, en el pueblo, era toda una figura, casi se diría que era el cuarto poder: el alcalde, el cura, el general retirado que pasaba sus veranos en el chalet a la entrada del pueblo y Jonás, el enterrador, que había desplazado en importancia al maestro, entre otras cosas, porque actualmente los que llegaban al pueblo eran interinos y cada año había uno diferente. Aunque era un hombre sin estudios, era escuchado en el pleno del Ayuntamiento, incluso el cura le pedía su opinión sobre algunos aspectos:
- ¿Crees que debo decir en el responso que era un hombre bueno, Jonás?
- Verá, señor cura, bueno, bueno… Pero a su mujer le sentaría mal que no lo dijera, a pesar de las palizas que ha recibido.
Sí, porque se me olvidaba decir que, además de saber que una persona iba a morir, mientras iba haciendo el foso iba intuyendo datos del difunto; muchas veces la propia familia se sorprendería de lo que Jonás llegaba a averiguar. Por lo demás Jonás era una persona de vida rutinaria, de carácter sosegado y, lo que se podría decir, normal a simple vista. Su don no le había envanecido, actitud que sus vecinos siempre habían tenido en cuenta.
Mi historia comenzó cuando la dirección del periódico de la comarca me encargó hacer un artículo sobre Jonás, su fama había transcendido a la provincia y, como no era un tema relevante, me enviaron a mí, que estaba en prácticas, para que fuera adquiriendo experiencia. Cuando me presenté y le dije lo que quería, me contestó:
- Hijo, no me importa que me sigas en una jornada de trabajo pero con la condición de que dejes bien claro que es Dios quien me ha dado el don y que es en su nombre que lo utilizo. También deberás reseñar que todos poseen uno y que han de intentar encontrarlo y hacerlo servir para demostrar al mundo la grandeza de Dios.
Como no me pareció un requisito importante y todas sus creencias, en el artículo, saldrían directamente de su boca, asentí.
- De acuerdo, ven mañana a las siete.
- ¿A las siete de la tarde?
- No, -contestó pausadamente-, de la mañana.
En un cementerio con una capacidad reducida y sin el aviso de ninguna muerte, al menos de momento, me pareció un madrugón, pero, como necesitaba la entrevista, a las siete en punto estaba entrando por la verja de la puerta del cementerio.
Jonás se encontraba en la caseta, tosca pero limpia, leyendo la Biblia.
- Buenos días, Jonás.
Tras unos instantes, cerró los ojos, masculló algo que no entendí, cerró el libro sagrado y me contestó:
- Buenos días, muchacho. Estaba rezando. ¿Sabes qué es eso?
No supe muy bien si se trataba de una pregunta retórica o, por el contrario, si no contestaba, temía que se lo tomara como un signo de mala educación.
- Pues claro que sé que es rezar: es hablar con Dios.
- Muy bien, caballerete, y ¿lo haces? ¿Hablas con Dios alguna vez?
Aquí empecé a sentirme incómodo, el que debía hacer las preguntas era yo.
- Bueno Jonás, creo que eso importa poco. Ya veo que usted es un hombre piadoso y lo respeto, no tenga ninguna duda. Pero yo estoy aquí para hacerle una entrevista para mi periódico y para, de alguna manera, a través de usted propagar el nombre de Dios, al menos, por la provincia.
Esto último pareció gustarle porque se olvidó del interrogatorio y empezó a mostrarme su trabajo.
Lo primero que hicimos fue limpiar los sepulcros de los que no tenían parientes y los caminos del cementerio, así como regar unos pequeños jardines que había a la entrada. Después, empezó a mira el cielo, primero muy espaciadamente, pero, a partir de las nueve, le echaba un vistazo cada cuarto de hora.
- ¿Va a llover Jonás? Parece que le preocupa.
- No, no va a llover. ¿Sabe por qué miro el cielo? –Sin esperar mi respuesta, prosiguió: -Porque en el cielo están escritos los mensajes, a través de ellos conozco la voluntad de Dios.
- Vaya, ¿y qué le dicen? –pregunté bastante escéptico.
Pero no me contestó, seguimos arreglando tumbas y macetas hasta bien entrada la mañana. Entre flor y lápida, me explicó su vida:
- Fui camarero en la capital durante muchos años. Tal vez, el haber estado tanto tiempo detrás de una barra, me haya servido como entrenamiento a la hora de escuchar el alma de los muertos. Me enamoré y me casé con una maravillosa mujer con la que tuve dos hijos. Al caer enferma de cáncer, decidimos regresar al pueblo. Aquí, me ofrecieron el puesto de enterrador y, tras mucho darle vueltas, no creas que me hacía mucha gracia pero no había otro trabajo, decidí aceptarlo. A los pocos meses, se me murió. Tuve que cavar su propia tumba. Aprovechaba mi profesión para estar siempre al lado de la sepultura de mi mujer, para hablar con ella, eso hacía que me sintiera menos solo. Y así, poco a poco, por lo que yo creía que era pura casualidad al principio, adivinaba que alguien iba a morir. Con el tiempo y la experiencia, empecé a observar que las cosas ocurrían según el estado del cielo: el cielo es el papel donde Dios me escribe sus mensajes. Según están las nubes, su forma, color, tamaño y cantidad, sé si se trata de uno o más, de un hombre o una mujer, joven o viejo, buena persona o no, etcétera. ¿Ves, -me señaló con el dedo una nube muy alargada y delgada, de un blanco inmaculado- ésa que está encima del ciprés de la parte de atrás? Eso significa que un hombre va a morir hoy.
A mí se me pusieron los pelos de punta y un escalofrío recorrió mi espalda. Y sin decir nada más, cogió su pala y comenzó a cavar.
- Pero, ¿no espera que se lo confirme alguien?
Jonás no escuchaba, estaba concentrado en su labor. Cogí otra pala e hice el ademán de ayudarle.
- No, he de hacerlo solo. Sabes, la tierra que remuevo también me aporta información. Estoy viendo que es un hombre trabajador y muy terco, me cuesta clavar la pala.
Sólo paraba para secarse el sudor de la frente mientras observaba la trayectoria de la nube que era empujada por el viento y que se disponía a pasar por encima de nuestras cabezas. Era como si hubiera entrado en trance.
- Así, así está bien. Éste es el lugar idóneo.
Me pareció que cualquier otro lugar hubiera sido igual de adecuado pero no interrumpí su labor en ningún momento; mentalmente, iba grabando todos los gestos y palabras que decía para poder transportarlos después a un papel.
De pronto, cuando parecía que había acabado el agujero, que se me antojaba pequeño, me agarró con fuerza del brazo y, con unos ojos vidriosos y un tono de voz que nunca olvidaré, me dijo:
- Aquí lo tienes, es todo tuyo. Aunque quieras no podrás escaparte de él, aunque quieras huir no podrás, la mano de Dios es infinita. Reza, caballerete, reza.
Cayó de bruces sobre la tumba que él mismo se había cavado.
En cuanto recobré el dominio de mi aterrorizado cuerpo, salí corriendo hacia el Ayuntamiento y le conté al alcalde lo ocurrido. Él lejos de sorprenderse, exclamó:
- Vaya, vaya. O sea que tú eres el nuevo enterrador.
- ¿Cómo? –balbuceé.
- Hace algún tiempo me dijo Jonás que quien me comunicara su muerte sería su sucesor, no sólo en el puesto, sino también en su don –cogió el teléfono y marcó un número-. No te preocupes, ahora daremos sepultura al bueno de Jonás, luego ya hablaremos. Anda, anda, ve a prepararlo todo.
Y aquí me tienes 20 años después cavando una tumba al lado de la de Jonás y su mujer.
- ¿Qué te parece mi historia, caballerete? Por cierto, ¿sabes rezar?
© Anabel

viernes, 6 de abril de 2007

No se es alma blanca por gusto



No se es alma blanca por gusto. Dios te zarandea en tu tumba y te estira de los omoplatos hasta que se convierten en alas. En mi caso, Dios debía tener mucha prisa porque no estiró lo suficiente y se me quedaron un poco cortas. Por eso, estoy haciendo régimen, ya no como tantas nubes. Luego me ordenó que bajara a la tierra a solucionar un par de entuertos y me dio un empujón, ser dios tiene sus privilegios. El aterrizaje fue un poco accidentado, todavía no he perdido todos los quilos que debiera en proporción con la envergadura de mis alas. Mientras descendía, pude observar que entuertos había en demasía, tantos que era muy complicado elegir, y teniendo en cuenta lo raros que somos, perdón, sois los humanos, ninguno de fácil resolución. Así que decidí tomarme un respiro y estudiar el terreno. Primero fui a visitar mi casa, tenía cierta curiosidad por ver cómo soportaban mi pérdida.
Por fuera, la casa seguía igual. Me sorprendió el buen estado del césped, siempre había sido uno de nuestros motivos de pelea favoritos. Atravesé la puerta de entrada, las almas blancas hacemos cosas así, y me acerqué a la cocina. Allí estaba mi mujer preparando la comida. “Esto de no verla en bastante tiempo hace que la encuentre más guapa… Vaya, no me había dado cuenta que tuviera ese culo, coñ…, perdón Señor, retruécanos, qué tetas. Si la hubiera visto con estos ojos no me hubiera muerto. ¡Atchís!” No había acabado de maravillarme cuando de pronto veo entrar a un adonis en pantalones y con una tijera de podar en la mano, “¡atchís!”, que la agarra de la cadera, le mete la lengua hasta las amígdalas y le arranca la blusa dejando al aire, ¡alabado sea Dios!, sus tetas. Si no hubiera sido por lo indignado que estaba y porque no tenía pene, me hubiera empalmado. Desesperado y excitado, mentalmente, subí a las habitaciones de mis hijas en busca de recuerdos más agradables y llevaderos. “¡Atchís!” No podía entender a qué venían esos estornudos. La habitación de la mayor se encontraba extraordinariamente recogida y limpia, lo que entendí al localizar una foto en la que mi hija estaba vestida de novia al lado del pamplinas de su novio. “Me voy de casa y esto se desmorona.” Fui a la de mi hija pequeña, ésta debía vivir aún en casa porque su habitación era un horror, parecía el campo de una batalla recién acabada. “Bueno, por lo menos esto sigue igual”. Oigo que alguien llega y bajo esperanzado que sea mi hija; al bajar las escaleras, “¡atchís!”, algo peludo, negro y de cuatro patas me atraviesa las piernas haciéndome perder el equilibrio. El animal aquel se lanza sobre mi hija y la enciende a lametazos. “¡Atchís! ¡Qué asco! Estaban esperando que me muriera para comprarse un perro.” Si todo hubiera quedado allí, me hubiera dedicado a mi misión y me hubiera ido en busca de graves conflictos internacionales, un tanto decepcionado, eso sí. Pero no, la cosa no acabó allí. Tras quitarse de encima al chucho, mi hija tuvo que aguantar que le babeara el adonis sin camiseta y pastilla de chocolate por tripa.
- ¿Qué haces? Que nos va a ver mamá.
- No, tonta, que se ha ido a comprar. Tenemos tiempo de echar un polvo, caramelito.
“¿¡Caramelito!? Pero este gilipollas de mierda, perdón Señor, ¿qué se ha creído? Esto es un conflicto como la copa de un pino y lo voy a solucionar. Sí, Señor. ¡Atchís!” Este último estornudo me dio una idea que ni venida del cielo.
Al cabo de pocos días me encontré al adonis, no convertido en un Dios, pero lo más parecido que podía aspirar en muerte. Como si lo acabara de conocer le pregunté por su fallecimiento, desafortunado sin duda por su joven edad. Y él, apesadumbrado, me contó su historia mortal.
- Pues es un poco raro de explicar porque ni yo mismo lo tengo muy claro, me parece un sueño. La señora me contrató para que le cuidara el jardín, le paseara el perro y algún que otro servicio más. La verdad es que tras la operación, casi milagrosa diría yo, hacerle servicios era bastante sencillo y se convirtió en una tarea diaria. Me enamoré de la hija pequeña, pero no dejé de servir a la madre. Luego, misteriosamente, empecé a sentirme atraído por la hija mayor, lo que todavía hoy no entiendo. Fui a trabajar un día que había reunión familiar e intenté hacérmelo con la mayor en la despensa, con tan mala suerte que a su marido se le antojaron unas nubes de azúcar, y eso que era diabético. Nos pilló en pleno jolgorio. El tío se puso hecho un diablo, me sacó a empujones fuera de la casa, a pesar de que es un enclenque. Yo no podía reaccionar, estaba paralizado. Para redondear el asunto, la mierda de chucho éste mordisqueándome los tobillos. En fin, entre empujones y puñetazos llegamos a la calle, y con el fragor de la pelea no vimos el camión de reparto del súper, ni él nos debió ver a nosotros porque ni siquiera frenó. Total: el chucho y yo morimos y el inútil del cornudo se queda tetrapléjico, con lo que le da tal soponcio a la hija mayor que ha pillado una depresión de caballo y se han tenido que mudar a casa de su madre para que les cuide. La pequeña viendo el panorama ha decidido hacerse monja y la madre, en su desesperación no para de repetir: “¿Por qué te fuiste Manolo?” Y yo me sigo preguntando: ¿qué cojones le vi a la mayor si es fea como un pecado?
- Cada cosa en su sitio; entuerto solucionado.
- ¿Qué dice?
- Que son cosas que pasan, hijo. Por cierto, te aconsejo que no digas tacos, a Dios le pone muy nervioso.
Creo que he sido mejor en vida que muerto, pero nunca es demasiado tarde para aprender. Lo malo es ¡atchís! que las alergias no se van con la muerte y tengo al chucho a mi vera por toda la eternidad, yo creo que ha sido idea de Dios.

© Anabel