miércoles, 23 de mayo de 2007

Debajo de la cama

Lo que me rodea huele a limpio.
Es aquello por lo que durante tanto tiempo luché, que tanto tardé en conseguir, en mantener. Cada cosa en su sitio, sin cabida para algarabías imprevistas, ni gestos altisonantes. Familia bien avenida, matrimonio pulcro, hijos independientes. Los armarios ordenados, los cajones recogidos, las papeleras vaciadas de lo inservible. Merodeo por cada habitación y cada rincón buscando qué lustrar, qué organizar.
Todo está bien.
Hay un lugar por el que no me asomo desde hace mucho. Me arrodillo y miró un poco temerosa de encontrar algo más que polvo y borra. Un bulto grande, en medio del hueco de debajo de mi cama, aparece donde ya no debía haber nada. “¿Aún estás ahí?”, exclamo sin poder contenerme. Estaba convencida de que ya te habías ido, de que ya me habías abandonado, de que ya no tenía sentido que permanecieras escondido. Alargo la mano y te toco, me estremezco. Te agarro por tu brazo y te estiró hacia el borde de la cama; con las dos manos te saco completamente fuera. Estás cubierto de una fina capa de polvo que sacudo rápidamente.
Tienes los ojos tan azules todavía.
Tus carnosos labios entreabiertos, dispuestos, como la última vez que nos vimos, a decirme “ven conmigo, déjalo todo; sólo yo te puedo amar así”. Tu pecho fornido y levemente velludo, atlético torso en el que tantas veces me perdí; brazos fuertes que defienden de posibles dragones cotidianos; pene erecto, decidido a proporcionar un placer infinito; piernas largas y bien formadas, capaces de correr grandes distancias por un amor, un amor imposible. Enredo mis dedos en tu pelo ondulado que te empeñas en engominar, con lo que me gustan tus suaves rizos libres y sueltos. Mi corazón me pide a gritos lo que mi cabeza me niega: sé que no puede ser, pero te deseo de una manera tan irreal que todo es posible.
Estás tan vivo.
No puedo reprimirlo más. Comienzo a besarte con desespero, empiezas a susurrarme “no te vayas, déjalo todo” y me aventuro en tu cuerpo en busca de las razones que casi impidieron que te abandonara. Y las encuentro todas y cada una de ellas, y las acaricio, y las bebo…
Me olvido de en dónde estoy, de quién soy.
Tras el orgasmo, me rindo sobre la cama unos segundos en los que sólo oigo mi respiración entrecortada. Mi lengua se pasea por unos labios que no han sido besados. Se escapan las lágrimas. Me pongo bocabajo y aporreo con los puños la inocente almohada.
© Anabel

sábado, 12 de mayo de 2007

Bajo la ducha



Gotas dulces y saladas se fusionan.
Moléculas que se adaptan a mi cuerpo,
me acarician y me abrigan,
me esconden del mundo.
Cascada que consuela
que renueva,
que arropa.
Agua
Clara
Pura

Límpiame
Ahora
Ya

Gota tras gota,
gota a gota.
Gota,
go
ta

G
o
t
é
a
m
e
.
.
.


© Anabel

miércoles, 9 de mayo de 2007

Me gustaría invitarte a un café



Me gustaría invitarte a un café.
Saber si lo tomas con leche o con dos azucarillos.
Adivinar cuántas vueltas vas a darle a la cucharilla.
Ver cómo intentas enfriarlo soplándole tu aliento.
Cómo te acercas la diminuta taza, con cuidado de no mancharte.
Oír el tintineo de la loza al dejarla sobre el plato.
Observar la lengua que limpia la espuma de tus labios.
Compartir un espacio tan pequeño sólo contigo, frente a frente.
Mirar mi reflejo en tus ojos.
- Bueno, ¿qué te pasa?
Y tener el valor de contestarte:
- Sólo me pasas tú.




© Anabel

jueves, 3 de mayo de 2007

En un sexto piso

Me he criado en un sexto piso con unas vistas magníficas.

Desde el balcón de comedor se podía ver toda la plaza Santa Clara, que había sufrido múltiples transformaciones desde los años 30 cuando era un mercado de ganado. La plaza debe su nombre al convento de clarisas que estaba justo en frente de mi portal. Se distinguían perfectamente las partes del mismo: iglesia, celdas, jardines, cultivos… A las monjas, que eran de clausura, únicamente se las podía ver a través de la reja situada en la parte trasera de la iglesia o desde mi balcón, donde las miraba trabajar el huerto, en el lavadero y tañer las campanas. Ninguna grabación, auténtico toque de campanas. Echo tanto de menos ese sonido. Detrás del convento, sólo campos, parcelas, árboles.

Siempre pinto las montañas de azul. Recuerdo que de niña me decían que por qué no las pintaba de marrón o verde. Desde la galería de la cocina la panorámica era fantástica: toda la sierra de Guara imponente y en tonos azules y blancos, en invierno. ¿Cómo iba a pintar las montañas de otro color? Un poquito más cerca, Montearagón, maltrecho castillo que todavía se resiste a ser asaltado por el tiempo y el abandono. Mi padre le pidió a mi madre que se casara con ella en semejante enclave durante una excursión. Hoy en día, en un lugar escogido de mi casa, tengo una reproducción de Beulas del castillo de Montearagón, y es en tonos azules y grises. Más hacia la derecha, la ermita de Salas a tan sólo un kilómetro. Salas, el lugar más concurrido en las noches de verano para ir con la pareja.

Y desde el ventanuco, totalmente ilegal, de la despensa se podía admirar la cúpula y el campanario de la Basílica de San Lorenzo, nuestro santo patrón. Campanas, campanas otra vez, acompañadas por los traqueteos de los madrugadores tractores que emprendían su jornada laboral conducidos con lentitud pasmosa por los agricultores de la calle San Lorenzo hacia la huerta.
© Anabel