sábado, 28 de julio de 2007

Para los ojos que quieran verlo


“Recuerda, la próxima vez que la veas, en la escena en la que Ben-Hur se reencuentra con Messala, al principio de la película, observa cómo mira Messala a su amigo de la infancia y verás que allí hubo algo más que una amistad.”
Y, de una manera inconsciente, un día de Navidad, con el acompañamiento de fondo de la película Ben-Hur en la pantalla del televisor, muchos años después de esta conversación, Alejandro recordó lo que Irene le dijo, se percató del sentimiento de amor varonil que tanto ocultó William Wyler a Charlton Heston, -pues, de lo contrario, éste no hubiera actuado en la película de sospechar las intenciones del guión-, pero que gracias al buen hacer de Stephen Boyd queda patente para los ojos de quienes quieran verlo.
De repente, no sólo recordó el instante, sino el olor de Irene, sus blancas manos y su armoniosa voz. Hay momentos en la vida en los que se ha de elegir entre el deber y el placer, entre lo que tienes que hacer y lo que deseas. Alejandro eligió el camino del deber, que a menudo se confunde con lo políticamente correcto, y volvió junto a su mujer y su hijo. En alguna ocasión oyó decir al prestigioso psicólogo Jorge Bucay que uno no se puede arrepentir de las decisiones tomadas en el pasado, pues cada cual las escogió convencido de que era lo más acertado según las circunstancias. Así pues, él no podía lamentar haber tomado ese camino, en aquel tiempo, parecía lo mejor para los dos.
Apartó estas ideas de su mente, de nada servía ni siquiera recordar. Levantó su copa y acompañó el brindis que su patético cuñado había pronunciado. Miró a su alrededor; ojos que quisieran verlo se darían cuenta de su mortal aburrimiento, de su rendida resignación a repetir la farsa de la familia unida, sólo en momentos de celebración, durante todos los años que le quedaran de matrimonio. No sabía cuántos, pero le empezaban a pesar ya antes de haberlos sufrido. Su mujer le dirigió una mirada iracunda, pues la desidia de su marido también se vislumbró en una mueca burlona que imitaba, hay que decir que con cierta gracia, el gesto ampuloso del anfitrión.
De regreso a casa, ni siquiera una reconfortante ducha arrastró su malestar por el desagüe. Fue peor: volvió a encontrarse con el color de su cabello, el tacto de su piel, el calor de su pubis… ¿A qué venían ahora esos recuerdos? Hacía mucho tiempo que ni siquiera se acordaba de ella. Había olvidado hasta la fecha de su cumpleaños y eso que, durante los 10 primeros años tras su separación, lo celebraba en secreto cada mes de febrero. “Ha sido esa película, me ha devuelto su imagen”, pensó Alejandro. Esta conclusión le permitió dormir pero no le impidió soñar con ella, retroceder en el tiempo, en el espacio y despertar en París, en la cola a la entrada de la Sainte-Chapelle escuchando una dulce voz que decía en castellano: “Desde la primera vez que vi en los libros de texto las fotos de las vidrieras de la Sainte-Chapelle, he deseado venir a verla.” Alejandro no puede reprimir el impulso de girarse y mirarla. Un poco más alta que él y mucho más joven; cabello negro que le cubre los hombros y ojos negros como un abismo; zapatillas de deporte gastadas y roídos pantalones vaqueros marcando su fantástico culo. Se prenda de ella y no puede menos que meterse en la conversación sin haber sido convidado. “Deduzco que no habéis estado nunca, ¿no?” Sorprendidas por la familiaridad del idioma le contestan con naturalidad. “¿Tanto se nos nota?”, dice Irene. “Os puedo servir de guía, si queréis” y como si fueran vecinos que no se tratan pero que, en un encuentro fortuito en el extranjero, se saludan como amigos de toda la vida Irene y su amiga le contestan encantadas que sí.
A la mañana siguiente, la boca de Alejandro supo a Irene. Una desazón le incomodaba, empezaba a molestarle su incisivo recuerdo. Se levantó convencido de que no duraría, iba a ser un largo día de trabajo en la embajada y no iba a poder pensar ni un segundo en nada que no fuera traducir al francés. Eso le aliviaría, seguro. El día transcurrió entre interminables conferencias; el pésimo acento del francés de Irene; bocadillos y café fríos; el cálido vientre de Irene; cigarrillos en la azotea de la embajada y champán en el pequeño Bistrot des Champs Élysées.
Llegó a casa exhausto, no quiso cenar, sólo deseó volver al restaurant al lado de l’Opéra para tomar foie-gras con mermelada de frutos del bosque con los ojos de Irene como único horizonte. “Pero, es que no me quieres”, le dice mientras apoya su bella cara entre las manos. “Pues claro, lo sabes de sobra, no me lo preguntes más. He tomado una decisión y es lo mejor para los dos”, le contesta Alejandro mirando hacia la mesa de al lado para que ella no vea sus ojos llorosos. Ésta es la decisión más dura que Alejandro ha tenido que tomar en toda su vida, pero, desgraciadamente, sabe que es la única. Dentro de diez años él ya será un viejo para ella y ella seguiría siendo una joven estupenda. ¿Seguiría a su lado aguantando sus manías seniles? Y ¿su hijo?, ¿qué pensaría de él cuando fuera mayor, cuando supiera que dejó a su madre, una mujer fantástica, por una estudiante becada que encontró en París durante un destino de 6 meses? Y, sobre todo, ¿cómo podría volver a mirar a Eva, cómo podría mantener esa mirada sin sentir que se le caía el alma de vergüenza? Los sueños son maravillosos, pero hay que despertar, hay que volver a Madrid.
Siempre pensó que se le pasaría pronto, creyó reconfortándose en ello que sería la aventurilla que alegraría sus ratos de poca autoestima, un cuartito oscuro y recóndito donde esconderse un rato y recordar relamiéndose los labios otros sabores, otros besos y otros ojos. Pero se equivocó, Irene había calado en su corazón de una forma sutil y penetrante; hasta dos años después, la rememoraba todos los días; cuatro años después, oír su nombre le producía un pinchazo en el corazón; diez años después, aún guardaba en su memoria su cumpleaños; doce años después, París le parecía un decorado de película con una banda sonora dulce, casi empalagosa. Por eso no entendió el porqué de la persistencia de ese recuerdo, cuando ya por fin estaba todo apaciguado y recogido en un baúl con bolitas de alcanfor para que no se lo comieran las polillas.
El resto de la semana, la fuerza de la imagen de Irene se suavizó y pasó a convertirse en curiosidad, le asaltaban preguntas como ¿qué habría sido de ella?, ¿se habría casado?, ¿con quién?, ¿tendría hijos?, ¿viviría en Madrid? Se la imaginaba al lado de dos niñas preciosas con sendas trenzas largas jugando en un parque y, detrás muy de cerca, sentado en un banco, un hombre muy atractivo que las vigilaba.
Su mujer, Eva, lo miró extrañada durante los siete días que le duró el ensimismamiento. No acertó a entender qué podía ser lo que le perturbaba de semejante forma; ya casi no se acordaba de un pasado lejano en el que sintió, por primera vez, esa congoja, esa duda diminuta que carcome el estómago lentamente y que te provoca noches de insomnio mientras él está en París, la ciudad del amor. Observó sus ojos y éstos le huían, parecía que se habían tornado negros en vez de azules, esquivos en vez de amigables. Como hizo tiempo atrás, de una manera casi inconsciente, dejó pasar el tiempo, el que todo lo arregla.
Ya casi el tiempo había colocado su tirita sobre el rasguño, en un agradable día de marzo, con la primavera asomando entre las primeras flores, Alejandro, su mujer y su hijo se dirigieron dando un paseo a casa de su cuñado, otra vez, para celebrar el cumpleaños de alguien. Eva estaba reprendiendo a Alejandro por su despiste, derivado de su patente falta de interés, cuando apareció de frente una mamá muy guapa con dos niñas preciosas de la mano y, un poquito más atrás, un hombre elegante que las seguía. A Alejandro la estampa le resultó familiar. Dejó de escuchar a Eva para intentar averiguar de qué conocía a esa gente. Al pasar a su lado, un aroma le rozó la nariz y no pudo reprimir un exaltado “¡Irene!” Ella se volvió, tardó unos segundos en reconocerlo: “Vaya, Alejandro. ¿Cómo estás?” Su frialdad no fingida, su seguridad al dirigirse a él le dejaron claro lo que él había significado en su vida. Rápidamente, presentó a sus hijas y a su educado marido y él imitó los convencionalismos. Conversación trivial de dos personas que hace mucho que no se ven, nada más. Al despedirse, ni siquiera se besaron en la mejilla. Todo transcurrió de un modo correcto y educado, frío y distante. Alejandro se sintió como un iluso, como un niño al que engañan jugando a las canicas. En el fondo de su alma, le hubiera gustado ver en sus ojos un poco de brillo, del calor con el que le miraba mientras le explicaba la historia de la Tour Eiffel; hubiera deseado intuir un atisbo de humedad en sus ojos negros. Pero sólo se percató de la realidad, de que ya era ese viejo verde en el que temía poder convertirse; de lo duro que es estar en lo cierto, pues a ella ya no le hubiera atraído; de lo subjetivo que son los recuerdos, pues seguro que Irene no le recordó de la misma manera ni siquiera durante un año, quién sabe si durante un mes. De lo único de lo que se alegró fue que, ante tanto formalismo, Eva no pudo haber sospechado nada. En silencio, caminaron hasta la casa del cuñado.
Un respingo le sacudió la espalda al oír la exclamación de Alejandro. Ella sí que pudo ver en los ojos de su marido todo lo que él no vio en los de Irene. Entonces, entendió su comportamiento tan extraño de unos días atrás, supo que pensaba en ella, que aún le trastocaba, que aún tenía poder sobre él. Pero no había peligro, ella no sentía nada por él. En su propio dolor, pudo sentir lástima por Alejandro, por la desilusión que el reencuentro le había causado. Ver con claridad una situación, percibir la luz necesaria para resolver ciertas dudas o sospechas puede resultar muy doloroso. Entre tanto descubrimiento desconcertante, le sobresaltó, sin venir a cuento, una instantánea. No podía descifrar los extraños modos de reaccionar y relacionar que tiene el cerebro humano, pero, nítidamente, como si la estuviera viendo en ese momento, la escena de la película de Ben-Hur, al comienzo cuando se encuentran los dos protagonistas, se le presentó en su mente. No pudo entender el porqué.
© Anabel

domingo, 1 de julio de 2007

Hoy he querido ser vid


Hoy he querido ser vid, vid de tronco retorcido y escamoso, con ramas largas, extensibles, repletas de racimos madurados al sol, cuidados por cariñosas manos ajadas de tanto acariciar uvas. Madre del elixir de los hombres, productora del mejor acompañamiento a cualquier celebración, generosa en felicidad. He deseado ser vendimiada, que las mismas manos que me han podado y vigilado durante meses me arrancaran con delicadeza el fruto de mis entrañas, los hijos de la alegría de los humanos. He querido introducir mis pies en el suelo, enterrarme hasta la cintura, estirar mis brazos y que de mis dedos surgieran granos de uva a borbotones, burbujas preñadas de sabor a tierra, a luz, a rosas y a frutas. He deseado contagiarme del esmero con el que un proyecto puede convertirse en arte, en arte y en vino, en vino y en arte. Enate.
En esta bodega además de excelente vino se produce mucho arte, arte que no sólo consiste en criar viñedos, en elaborar caldos, sino en potenciar artistas y obras, en extender la cultura. Tan pronto te encuentras rodeado de casi cuatro millones de botellas y otras tantas barricas, como de cuadros y esculturas que redondean “…un olor a vino y ámbar (que) viene de los corredores…” (Federico García Lorca, ‘Romancero gitano’).
Hoy he querido ser arte.
© Anabel