martes, 29 de enero de 2008

El desalmado

A mis poetas favoritos:
al uno por creer demasiado en mí y
al otro por darme la inspiración.
Nunca estaré a vuestra altura.
Tras la reciente limpia en el muelle 34, Joe Pirelli, el Colmillo, se había convertido en el dueño, en el puto amo del cotarro italiano en Chicago. Había acabado con su acérrimo competidor, el único que se atrevía a tocarle los huevos, el único que le hacía sombra en algún negocio. Porque si hubiera sido un mierdecilla, un pelota tembloroso cuando él, el gran Pirelli, entraba en sus clubs, no le hubiera tocado un pelo, pero sólo había una cosa que Joe Pirelli no soportaba de nadie: la arrogancia, la falta de miedo ante su presencia, eso era pecado mortal. Además, Frank Moretto era bueno, demasiado para el ego de Joe. En sus clubs se podían encontrar las mejores chicas de toda la ciudad, las más exuberantes, las mejores bailarinas, las mejores furcias, el mejor güisqui de contrabando, el mejor salón de juegos ilegal y una recóndita sala donde ponerse hasta el culo de drogas, malditas drogas. El Colmillo odiaba las drogas. Respetaba que un hombre fuera putero, que jugara, había que divertirse, incluso que se emborrachara de vez en cuando, ¿qué sería la vida sin las juergas con los colegas?, pero las drogas volvían estúpidos a sus hombres, dejaban de obedecerle para obedecer ciegamente al maldito opio. Así que Frank Moretto había reunido una serie de condiciones por las que pasar a ser el número uno de los enemigos de Joe y a gran distancia del patético número dos, Mark Stora, un desgraciado que regentaba varios locales de juego en donde el Colmillo podía jugar sin perder nunca. Regodeándose en el último gesto de dolor de la ensangrentada cara de Moretto, Joe Pirelli se durmió con la sonrisa de un niño al que los Reyes le han concedido todos los regalos.
No podía evitar que esos pezones sonrosados, pequeñitos pero punzantes, se clavaran en sus diminutos ojos marrones. Tenía las mejores tetas de todo el local, cabían en el hueco de sus manos, lo justo para poder apretarlas, oprimirlas mientras olía la nívea piel del cuello y su miembro abría el camino hacía la meta del placer. No era una puta exagerada, de las que gritan como si las estuvieran matando, que sudan como si corrieran una maratón; cara de esfuerzo, de dolor en cada vaivén desmedido, sin arte. No, ella jadeaba, se le escapaba algún gritito, su tez brillaba tenuemente, destellando los colores intermitentes del anuncio luminoso de tabaco que se colaba por entre la persiana de láminas, con movimientos lentos, acompasados, delicados, casi sin despeinarse, como una dama, pero con un fulgor en los ojos que volvía loco a Joe. El carmín extendido por sus caras, al acabar el servicio, las delataba como simples sirvientas del sexo, en el rostro de Virginia incluso la dotaba de una excéntrica distinción. Ella había sido el verdadero y secreto motivo por el que tuvo que deshacerse de Moretto. El error de Frank fue no cederle a Virginia. Intentó convencerlo con dinero, le ofreció grandes cantidades; hasta le propuso hacerse cargo de los antros de juego de la zona norte, la joya del territorio Pirelli. Cuando iba al club y veía que el viejo de Al Giacomo la babeaba y sobaba, o que el propio Moretto le tocaba el culo siempre que le apetecía, o cuando imágenes sicalípticas entre Virginia y cualquier otro cliente le atormentaban las noches, se le revolvía el estómago y, más de una vez, vomitaba la bilis en el retrete.

Allí la tenía, vestida como lo que era una noble entre tanta plebe, enfundada en un carísimo vestido rojo como la pasión que encendía en Joe, sobre unos soberbios zapatos negros como los celos de Joe, adornada con zafiros tan azules como el amor inconfesable que Joe sentía por esa mujer. Y sólo con mirarla hubiera tenido bastante, sólo con poder oler su fragancia natural, sólo con oír su voz cortante y profunda diciéndole “¿qué quieres, Joe?”, sólo con eso a Joe le latía más rápido el corazón, el cual bombeaba la sangre a todas las células del obeso cuerpo, a todos los alvéolos de los atrofiados pulmones, a todas las neuronas del ambicioso cerebro.
- Quiero lo mejor para ti, princesa.
- Me llamo Virginia. ¿Para qué me has traído a tu casa, Joe?
No le temblaba la voz, estaba serena, le miraba sin pestañear mientras lanzaba despreocupadamente el humo del cigarrillo que había tenido la suerte de permanecer unos instantes en su boca. Esa actitud que aborrecía en los hombres, transformaba en reinas a las mujeres. Y Virginia era una diosa.
- Quiero que te quedes a vivir en mi casa –como Virginia no mostró ninguna emoción, Joe continuó-. He pensado que te gustaría salir del club, vivir aquí, conmigo. No te faltaría de nada, tendrías todo lo que nunca te han dado, irías vestida siempre como vas ahora, todo lo que te mereces; no tendrías que volver a trabajar jamás.
Virginia fumaba, parecía pensar seriamente en la proposición de Joe. Se acabó el cigarrillo y se aseguró que lo dejaba bien apagado al aplastarlo en el cenicero de plata.
- Te agradezco la proposición, Joe, pero yo no te quiero, no creo que llegue a quererte jamás, que me vayas a mantener no es suficiente razón para mentirte.
Una fibra diminuta de la aorta se rompió y Joe sintió un gran dolor, pero lo disimuló con una enorme sonrisa que dejaba ver su colmillo de oro.
- ¿Acaso te he pedido amor, Virginia? Quiero tu compañía, a cambio, te regalo una vida cómoda y llena de placeres.
- Entonces, de acuerdo.
Aquella noche Joe durmió sólo en su cama de dos por dos, no quería que Virginia creyera que le urgía poseerla, le daría unos días para que viera que no era un animal. Su cara no reflejó satisfacción cuando por fin pudo dormirse, unas palabras resonaban en su cabeza: “…no creo que llegue a quererte jamás, no creo que llegue a quererte jamás…”

Ya no estaba prohibido brindar con alcohol, la Ley Seca se había abolido hacia tres meses [1] y el champaña no paraba de correr libre por las copas del local de Pirelli. Todos lo seguían celebrando, menos él y sus hombres. Encerrados en el despacho, tras una densa cortina de humo y preocupación, discutían sobre el enfoque de los negocios en el futuro. La Ley Seca les había hecho ricos, la legalización del alcohol les obligaba a investigar nuevas vías de financiación pues los beneficios empezaban a disminuir. Joe no tenía tiempo para ocuparse ahora en renovar todo la intrincada trama de locales, contactos, proveedores, sobornos… Tampoco podía dejarlo todo en manos de Giancarlo, el Manco, su hombre de confianza, a pesar de su lealtad, todos sabían lo mucho que le gustaba meter mano en los bolsillos ajenos.
- Colmillo, debemos organizarnos con Nueva York, allí están ganando mucha pasta con la heroína. Luciano necesita una sucursal aquí, en Chicago, para poder expandirse…-el Manco se explicaba dibujando en la cargada atmósfera de la habitación círculos concéntricos con el humo del Habano que sacudía su única mano, la derecha.
- ¿Cuántas veces te he dicho que no me gustan las drogas? Joder, reblandecen el cerebro, vuelven a los hombres inútiles. No, hay que buscar otro modo. Los locales de alterne y juego siempre nos han dado ganancias, hay que seguir con ellos.
¿Qué más daba heroína, que alcohol, que juego, que putas? El negocio era el negocio, los hombres de Pirelli no entendían nada. Estaban convencidos que la Aristócrata le tenía sorbido el seso como si de una droga dura se tratara.
Miró por tercera vez el reloj. Corrió la cortina de la ventana que daba al local y observó la barra. Hermosa, distinguida, erguida y orgullosa, cual estatua marmórea, Virginia le esperaba sentada en un taburete de piel sobre una contorsión de piernas inexplicable que hacía imposible el equilibrio que ella mantenía.
- Bueno, no nos pongamos nerviosos. Bajemos con todos; que no nos vean preocupados, que parezca que esto es tan estupendo para ellos como para nosotros. Mañana quiero ideas sobre la mesa, por hoy se acabó. Manco, encárgate del local, voy a salir.
El Manco, sacó el brazo izquierdo del bolsillo de la americana y se rascó el muñón. Siempre que estaba preocupado un ardiente picor le corroía la mano amputada.
Viernes, mesa reservada en Le Grand Hotel, cita ineludible. A Virginia le gustaba el foie-gras, Pirelli lo hacía traer ex profeso de Francia, pagaba cada rodaja del maldito hígado a precio de oro, pero valía la pena ver cómo la lengua de su princesa se paseaba tímidamente por esos labios manchados de grasa de oca francesa. La mente y el tiempo de Joe estaban dedicados en satisfacer hasta el más ínfimo detalle la existencia de Virginia. Había notado un cambio que le hacía albergar esperanzas sobre la posibilidad de que el impenetrable corazón de su princesa comenzara a abrirse como una ostra. Sólo pensaba en apropiarse de la fantástica perla que se refugiaba en ese interior tan frío. A la salida del restaurante, Virginia se colgó del brazo de su amante y salieron a dar un paseo. A ella le gustaba caminar, sobre todo después de una copiosa cena, decía que le ayudaba a hacer la digestión. A Joe también le gustaba: la agradable temperatura casi primaveral de principios de marzo permitía lucir con mayor amplitud de escote la hermosura de su chica. Obligaba a su chófer a que los siguiera a cierta distancia, a la velocidad que llevaran sus pies, para, cuando ella se cansara, volver a casa cómodamente. Esta noche, Virginia cogía con más fuerza su brazo; él disfrutaba con la presión. Ahora era él quien se relamía.
Un andrajoso personaje apareció de repente de una de las callejuelas que daban a la calle principal, cubierto de mugre y de barba de varios días, agarró por el cuello a Virginia. Un arma negra apuntaba directamente a la sien de la princesa. Por primera vez en su vida, Joe se quedó paralizado.
- ¡Quieto! Como se te ocurra moverte o avisar o cualquier otra cosa la mato. ¿Me oyes? ¡La mato!
- No haré nada, ¿qué quieres? Dímelo y te lo conseguiré, pero déjala, suéltala. Te daré lo que me pidas.
- Dile al chófer que baje del coche, con cuidadito, que si le veo un arma se me resbalará el dedo en el gatillo. Que tire la pistola por la ventanilla, despacio, muy despacio. ¿Lo has entendido?
- Marco, baja del coche despacio y obedécele.
El chófer siguió las instrucciones al pie de la letra y se puso al lado de su jefe. El hombre arrastró a Virginia por el cuello, la introdujo a empujones en el coche y arrancó el vehículo. Joe se echó mano al bolsillo interior de la americana, pero se dio cuenta de que cuando salía con Virginia no llevaba armas porque a ella no le agradaban. Antes de poder reaccionar, el ladrón arrojó su arma por una ventanilla y una arrogante mano de mujer lanzó un objeto brillante por la otra.
El chófer recogió una pistola de madera pintada con betún [2] y Joe el anillo de diamantes que le había regalado a Virginia por Navidad.



[1] La Ley Seca se abolió el 5 de diciembre de 1933
[2] John Dillinger se fuga de la prisión de Crown Point, Indiana el 3 de marzo de 1934. Según la leyenda, Dillinger se fugó con un arma de madera o jabón, hay diferentes versiones, pintada de betún.
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

© Anabel

lunes, 28 de enero de 2008

Redención

Reservo mi garganta,
ni un grito,
ni siquiera un gesto de dolor,
sin anestesia habré de soportar que mis entrañas se corroan.
No tengo derecho a quejarme de tan espantoso tormento.
Yo elegí mi destino, yo elegí mi dicha,
yo busqué tus brazos sabiendo que en ellos me ahogaría.
Consciente me entregué al martirio que significa amarte.

No me arrepiento.

He encontrado deleite en los recovecos del suplicio,
complacencia en mi sufrimiento
porque sé que todo lo puedo aguantar
cuando irrumpes con
tu susurro húmedo,
tu mirada lasciva,
tus besos enardecidos,
tu cuerpo generoso,
tu carne erecta.

En ellos encuentro la redención de mis pecados
y es mi deseo sufrir más,
para exonerarme en cada orgasmo,
en cada grito de placer
que ya no aplaco,
que ya no acallo,
que ya me invade.
© Anabel

martes, 8 de enero de 2008

Cuesta tanto llegar


Cuesta tanto llegar
que se me olvidó la meta,
debe estar delante, tan cerca, tan a mano,
pero no la veo
no la reconozco.
No era esto lo planeado.

Cuesta tanto llegar
que se nos cayeron las ilusiones por los desfiladeros,
perdimos la brújula que nos hacía seguir
que nos impulsaba por los senderos empinados
por los ríos de agua helada.

Cuesta tanto llegar
que temo que se acabe el camino,
que no haya más etapas
porque no sabré para qué continuar,
no sabré a dónde dirigirme.

Cuesta tanto llegar,
cuesta tanto…

Recuérdame qué me hacía llorar,
qué me hacía estremecer,
qué elevaba mi alma.
Hoy no distingo tu risa de entre un millón,
tu olor no me embarga
y siento tus brazos fláccidos y fríos.

Enséñame las fotos felices,
enséñame a caminar descalza,
a mandarte besos por el aire
a reír sin motivo.
Enséñame, por favor.

Necesito carecer de tiempo,
carecer de lo imprescindible
para volver a apreciar tu compañía,
valorar lo que no tengo,
desear lo que poseo
y reflejarme en tu mirada
preñada de vida
otra vez.
© Anabel

El huracán


Todas las Navidades a mi padre se le llenaba la boca con la palabra tradición. Ese término incluía todas las cosas que merecían tenerse en cuenta en la vida y las únicas por las que valía la pena luchar. Solía pronunciarla con cierto tonillo irónico, pues quería restituir el término al lugar que le pertenecía y rescatarlo del bando de la sociedad conservadora, sector que se había apropiado también de la bandera y de los símbolos nacionales. La familia, el trabajo, los amigos y los altos ideales como la ecuanimidad o la coherencia eran valores que le hacían seguir levantándose cada día por la mañana y le provocaban paz, la paz necesaria para poder ser un hombre digno. Su vida estaba establecida en un equilibrio perfecto en el que podía desarrollarse como persona y madurar como un ser humano completo. Eso decía él que nunca fue un hombre ordenado, pero que realmente necesitaba una rutina diaria para mantener una armonía aunque sólo fuera alrededor de su despacho. Le gustaba desayunar tostadas y miel mientras leía el periódico, necesitaba comer a las horas en punto para regular su intestino y tomar un té después, y nunca se perdía sus paseos, decía que le ayudaban a aclarar la mente antes de ponerse a preparar las clases o a corregir los exámenes. Durante los inviernos no salía de la ciudad, pero en verano aprovechaba las vacaciones que le brindaba su puesto en la universidad y se iba a la playa con mamá al apartamento de Tarragona. Allí disfrutaba del olor a sal y se inspiraba para escribir sus libros de ensayo y filosofía.
Le quedaban algunos años para jubilarse, pero, desde hacía unos cuantos, ya peinaba canas. Siempre fue un hombre atractivo poseedor de una voz aterciopelada, que se tornaba en la de un ogro cuando nos gritaba a mi hermana y a mí, con la que podía resultar muy interesante en las distancias cortas. Una densa y cuidada barba gris resaltaba sus ojos azules los cuales habían atraído a alguna que otra estudiante. Estoy segura de que mamá no desconocía sus aventurillas con más de una, pero nunca les dio importancia, es más, creo que le enorgullecía pensar que su marido seguía siendo un hombre sugerente para las jovencitas. Prodigaba un aspecto de intelectual de los sesenta con su manía trasnochada de seguir vistiendo roídas americanas de pana con coderas. Cuántas veces mamá le había sugerido, no se atrevía a más, que las tirara y se comprara unas nuevas. Cada vez que se lo oía decir teníamos una charla sobre la importancia de mantener las convicciones personales y ser acorde a ellas: su vestimenta le presentaba como hombre de izquierdas, hecho a sí mismo, idealista, asequible, dispuesto a discutir con cualquiera que no creyera en la libertad y la democracia, ésa que nos había costado tanto conseguir. Nadie pudo hacerle entender que sus coderas deshiladas sólo lo presentaban como un catedrático de filosofía anclado en los sesenta y terco como una mula.
Y ahora me resulta tan extraño estar en la misma mesa que papá celebrando el día de Navidad sin nieve, sin frío, sin besugo ni turrón, y sin mamá. Ni siquiera sus americanas desgastadas le cubren los fláccidos brazos: una camisa hawaiana de espantosos colores hace las veces de árbol navideño. Comemos ensalada de Noche Buena, plato mejicano, pescado con Roquefort, receta de una amiga venezolana de la familia de Basilia, y arroz con dulces, herencia culinaria de la mamá de Basilia que es portorriqueña, boricua, como ella prefiere que le digamos. Echo de menos al idealista fondón que nos hablaba todas las Pascuas de lo importante que eran la familia y las convicciones. Ahora habla horas sobre el estupendo clima que hace en Acapulco, sobre lo mucho que se ha vendido su última novela “La España trasnochada” y sobre la belleza de su amante a la que no se cansa de mirar mientras ella contonea sus generosas caderas debajo de un liviano vestido.
© Anabel