domingo, 21 de diciembre de 2008

White Christmas

Los músculos del cuerpo se habían compinchado para aterirle las extremidades y estirarle las neuronas desde el cerebro hasta los pies. El volumen de la televisión le resonaba en los oídos como si les estallase una traca en la cabeza; el correr de las sillas y mesas; los gritos y risas; los insultos e idiomas ininteligibles; el soniquete incesante de los dados bailando en los cubiletes; la megafonía que no paraba de gritar nombres destinatarios de cartas… Se levantó como pudo y arrastró las zapatillas prestadas por la Administración hacia el patio. Hacía un frío intenso acompañado de una punzante niebla. Cada paso era un esfuerzo monumental pero no soportaba permanecer por más tiempo en el comedor. Observó que un “jai” se encendía un cigarrillo y se acercó a él lo más rápido que las piernas le llevaron.
-¿Me das un cigarro? –la voz le temblaba tanto como las manos.
El árabe no le hizo ni caso.
-Por favor, tío, necesito uno –estaba dispuesto a rogar hasta el infinito, a matar si fuera necesario por un puto cigarrillo-. No tengo pasta, tío, hoy por mí, mañana por ti…
-Mañana, mañana, cuando tú cobrar, devolver –le espetó el árabe con un cerrado acento que le impidió a Manuel comprenderlo.
-Lo que tú quieras, tío, lo que tú quieras. Gracias, colegón, gracias.
Absorbió con tanta ansia que pareció que el pitillo fuera a desaparecer entre sus labios. Tragó todo el humo que sus maltrechos pulmones le permitieron y expulsó una débil nubecilla que se confundió con la espesa niebla.
-¡Dios! –exclamó aliviado.

Dos años antes, Manuel se comía el mundo de party en party, de juerga en juerga, de colocón en colocón. Primero los fines de semana que empezaban el viernes, luego, se fueron alargando empezando el jueves hasta la mañana del lunes. Después, comenzó el bajón de los lunes, el de los martes y el de los miércoles y decidió que no había por qué pasarlo mal. La fiesta, por entonces, ya se extendía a lo largo y ancho de la semana. Para poder costear semejante ritmo de vida, se inició en el tráfico de pequeñas cantidades, pero ni aún así lograba el dinero que necesitaba para mantener su adicción a la cocaína. Se olvidó de que estaba matriculado en segundo de Derecho y se consagró en cuerpo y alma a la única amante que, según sus propias palabras, le satisfacía. El consumo había aumentado considerablemente los últimos ocho meses y no tuvo más remedio que adoptar soluciones más drásticas. Junto con sus amigos y colegas de correrías decidieron atracar un súper. Se dejaron en casa los jerséis Lacoste, las zapatillas Guru y sus parkas Diesel para no mancharse en un trabajo que, semanas antes, hubieran considerado asunto de pringados. Utilizaron, como firma, pañuelos de cuello y gorras Levi’s. Tras el tercer trabajo, ya los conocían como los chicos Levi’s. El modus operandi era siempre el mismo: Germán se acercaba a la cajera por detrás y le pinchaban el cuello con una navaja, Manuel abría la caja y se llevaba la recaudación; Pedro les esperaba fuera en el Golf. El negocio funcionaba, hasta que Pedro pensó que debían aumentar el número de intervenciones; estaba seguro de que nadie les podía reconocer y que no les iban a coger pues eran rápidos y limpios. Así que en dos meses se acabaron los súper de la ciudad y tuvieron que ir a por los de los pueblos cercanos.
-¡No grites ni te muevas! Abre la caja y no te pasará nada, guapa –le grita al oído Germán a la cajera.
Ésta se niega, dice que no va a darles la recaudación del día a unos ladrones de mierda. Germán aprieta más su navaja hasta que una gota de sangre comienza a resbalar por el cuello y la cajera, asustada, se arranca a gritar como una posesa. Pedro preocupado, oyendo el jaleo, entra al súper y le chilla a Germán:
-¡Que se calle, joder, que se calle! ¡Clávasela si hace falta, hostia!
Las clientas que llegan a la caja empiezan a chillar también. Manuel se ha quedado inmóvil sin saber qué hacer ante tanto griterío. Pedro se acerca a la caja para forzarla y, en ese momento, ella le quita el pañuelo que le cubre la cara, Pedro se encabrita y le propina un bofetón imprimiéndole tanta fuerza que obliga a la cabeza de la cajera a realizar el movimiento suficiente para que su cuello se autorebane en la hoja afilada de la temblorosa navaja de Germán. Las sirenas de la policía, avisadas por una clienta con móvil, cercan la salida del Golf y entran armadas al local. Ninguno opone resistencia, nunca habían visto tanta sangre. Mientras lo esposan, Pedro exclama:
-Pensaba que sólo los cerdos sangraban así.
Germán ya no dejó de temblar mirando sus manos ensangrentadas y Manuel vomitó dos veces en el coche policial. Primero pensaron que era la impresión ante tanto rojo, pero pronto descubrieron que el síndrome de abstinencia era mucho más duro que un simple mareo.

La primera semana estaba resultando horrible: les habían separado a los tres en módulos diferentes; el “mono” hacía estragos en el pulso y en las entrañas; tras ingerir la medicación lograba dormir un par de horas para despertarse inundado en sudor con pesadillas espantosas que le perseguían hasta que se encendía la luz minutos antes del recuento; pasaba el día en un angustioso comedor lleno de gentuza indeseable y en un patio sucio y frío; la familia no le había ingresado peculio todavía y no podía comprar tabaco ni conseguir una tarjeta de teléfono para llamarles. No le quedaba más remedio que tragar la bazofia que les daban para comer y mendigar cigarrillos y café. Dos moros enormes y malolientes le habían sugerido diez euros a cambio de un ratito en las duchas; el “kie” del módulo le había avisado que allí nadie movía un gramo de droga sin que él se enterara o recibiera una parte a cambio, también le había propuesto que, en su primer vis-a-vis, entrara un paquetito de droga “empetado”… Prefería mil veces las pesadillas nocturnas a la realidad diurna que le hacía desear haber sido él quien se hubiera desangrado como un cerdo en el maldito atraco.
-Manuel Tejada Garrido, pase por la oficina.
Una carta de sus padres le alegró la mañana. La abrió ansioso esperando unas palabras afectuosas y, sobre todo, la noticia de que le irían a visitar el próximo fin de semana para dejarle dinero. Pero una rabia punzante le hizo arrugar el papel con un odio atroz. Las letras manuscritas de su padre no destilaban ningún signo de cariño ni de compresión, unas líneas escuetas y frías en las que le deseaba que tuviera suerte en el camino que él había decidido emprender y que tan malos resultados le había dado; le decía que no esperara ya la ayuda que se le había brindado tiempo atrás y que tan soberbiamente él mismo había rechazado; que cuando el juicio se hubiera celebrado y según cómo fuera evolucionando en la prisión, tendría más noticias de ellos; que le habían dejado sesenta euros en peculio y eso era todo.
-Hijo de puta, hijo de puta.
En el comedor, la televisión sonaba a villancico: Bing Crosby cantaba “White Christmas” al piano junto a un exuberante árbol de Navidad y una chimenea encendida. No pudo reprimir sentir el calor del fuego en sus heladas manos, ni ver a su padre con esas orejas de soplillo fumando en su apestosa pipa, su madre también cantaba villancicos y el árbol lo decoraban los tres hermanos; a Carla, la pequeña, la levantaban entre él y su hermano Javier y colocaba la estrella en lo alto del árbol. Apretó los puños hasta hacerse heridas en las palmas de las manos intentando contener las calientes lágrimas. Salió al patio y se fue directo a los váteres, sabía que dentro el “Cuchara” y el “Lolo” se estaban pinchando.
-Necesito un pico.
-¿Qué dices, tío? ¿Con qué lo vas a pagar?- le inquirió el “Cuchara”.
-Acabo de recibir carta, este fin de semana vendrá mi familia y me dejará dinero.
-Pero tú no te pinchabas en la calle ¿no? Pasa, Cuchara, pasa, no le des que éste no está acostumbrao, éste le daba a la nieve –dijo el “Lolo”.
-¿Qué pasa, que no te vale mi dinero?-exclamó Manuel con todo el arrojo del que pudo hacer acopio.
-Oye tío, que aquí todos somos mayorcitos, ¿me entiendes? Si el chaval quiere un pico, el tío Cuchara se lo proporciona. Toma, éste es canelita en rama que era pa mí, pero no te olvides de pagar, ¿eh?, que si no, el próximo pico te lo pongo yo en persona. ¿T’has enterao, colega? Y me das el “peluco” como fianza.
Hicieron el trueque del reloj y la jeringuilla y Manuel se metió en el retrete contiguo. Manuel nunca se había pinchado, pero lo había visto hacer. Se ató bien fuerte el cinturón en su escuálido antebrazo, abrió y cerró el puño varias veces hasta que vio levantar una vena de entre su pálida piel. Tenía miedo, pavor, pero el asco de seguir allí le daba ánimos para acertar en el punto exacto donde debía introducir la aguja. Le entraron remilgos de última hora pensando en qué otras venas habría estado esa aguja, pero notas del villancico aún resonaban en su cabeza. Fue fácil, ni siquiera le dolió. Cerró los ojos, una paz, un descanso descomunal le invadió desde la punta de la aguja al resto de su cuerpo, a cada una de sus moléculas, todas y cada una de las cuales sentía. Escuchó cómo el corazón se ralentizaba y pudo contar el latido postrimero. Un árbol maravilloso le extendía un regalo envuelto en un papel de celofán rojo, oía la risa de su hermana Carla que correteaba mientras la perseguía su hermano Javier para quitarle la estrella, papá le llamaba y le decía lo orgulloso que estaba de él mientras mamá le besaba la frente y cantaban juntos:
-I’m dreaming of a White Christmas…
© Anabel


sábado, 13 de diciembre de 2008

Los Monegros

Foto de Fernando González Seral que me la ha prestado generosamente.
Su blog: Los Monegros


A lengüetazos de vaca sagrada
te dibujó Dios la faz.
Como la lija de un carpintero,
granulosa y seca,
dejó tu vasta tierra
pues ávido lamió
todo el agua y todo el sabor
que contenía.

A cambio, un bello paisaje
con el que se regalan los ojos del viajero
sibarita de gustos divinos.


© Anabel