sábado, 19 de diciembre de 2009

Relato ¿navideño?



Hacía un frío maravilloso, de aquellos que obligan a prescindir del cuello y a enfundar las manos en unos guantes sucios. Ver el dibujo de su propia respiración empañar los cristales de los escaparates le divertía. En uno de ellos, un árbol de Navidad enorme asombraba a los niños y provocaba exclamaciones en los adultos. Silvia se quedó plantada como el decorado árbol, recreándose en las luces y en su vaho, sintiendo el suave y acogedor tacto de la bufanda, creyéndose, por unos instantes, afortunada.

— ¡Silvia! Casi no te reconozco tan tapada, pero esos ojos…

Un escalofrío caliente le recorrió la espalda; cerró los ojos y, en unas milésimas de segundo, deseó que esa voz tan sólo fuera la reverberación de una mentira del pasado.

—Franco, hola. ¿Cómo estás? —Debía haberse puesto el gorro de lana que le tapaba completamente la cara—.
—Mira, haciendo las últimas compras de Navidad, como tú, supongo…
El cuerpo de Silvia quiso echar raíces sobre la acera agarrándose al momento para no caer, para no viajar a unos días tan lejanos como la estrella Polar. Pero no pudo. Esa voz era el olor de la felicidad perdida, de la pasión sin puertas, de las noches infinitas y de los días fugaces, del sudor del verano empapado en las sábanas, de caricias incitantes, de besos fulgurantes, del sexo impaciente y del sexo porque qué otra cosa mejor que hacer. Se quitó los guantes, se frotó los dedos huérfanos de anillos y retiró del rostro la bufanda que empezaba a asfixiarla. Franco seguía hablando de cómo le iba la vida de bien, de cómo tenía una esposa y un hijo y un trabajo, y Silvia no retenía toda esa información que le parecía superflua. Le hubiera preguntado si sentía la piel de su actual amante como sintió la suya alguna vez, si el sabor de su pubis era tan salado como lo fue el suyo, si se perdía en sus ojos como se perdió en los de ella cuando tenía un orgasmo, si la deseaba con dolor como la llegó a desear a ella alguna vez, alguna vez. En cambio le preguntó banalidades, costumbres atónitas, cansinas. ¿No es más importante saber si aún mordisquea la oreja de su amante cuando la penetra o si sigue quedándose dormido sobre su pecho como después de hacerle el amor a ella? Le gustaría saber si continua usando esos calzoncillos tan feos o si aún hay que hacerle el nudo de la corbata o si aún toma el café con dos de azúcar y un chorrito de anís; si aún lee el Quijote cuando no puede dormir o si aún es el mejor jugando al Trivial. Aunque lo que realmente deseaba comprobar era si la recordaba de vez en cuando, si la echaba de menos cuando alguien recita una poesía o el sol arde tanto como aquel verano.
—Y tú ¿cómo estás?

—Yo sigo igual que siempre —fue una mentira tan grande que pareció verdad, pero ella no era la de aquel siempre, ya no.
Él sintió sus escasas palabras durante un silencio cálido en el que le acarició la cara.
—Feliz Navidad, Silvia — Franco se alejó cargado de sus bolsas y su vida.

Silvia no tuvo más remedio que desabrocharse por miedo a morir asada, quemada en los rescoldos de un fuego antaño fabuloso. Volvió a escuchar los villancicos que escupían los altavoces callejeros e intentó perderse de nuevo en el vaho de su aliento, en el frío del aire, en los adornos, pero ella ya se había quitado el abrigo e intuía el enorme árbol de Navidad entre lágrimas.

© Anabel

sábado, 5 de diciembre de 2009

Estadística

Este cuento está inspirado en el relato de José Naveiras García titulado "Un cielo" de su libro "El incendio y otros relatos"


- Perdona, perdona, llego tarde, lo sé, lo sé…


Susana sabía lo mucho que me molestaba su falta de puntualidad. Tenía organizadas las tardes en clases sucesivas y un retraso en una me desbarataba todo el horario. Pasamos al cuarto y ella, por el pasillo, iba sacando los libros del enorme bolso y quitándose el abrigo. Continuaba con sus explicaciones a las que yo no prestaba atención. Nos sentamos a la mesa, abrí el libro e intenté concentrarme para encontrar el ejercicio donde nos habíamos quedado la última vez.


- Mira que le he dicho mil veces a Julito que me espere en la puerta del patio, pues, no hay manera, ha de esperarme en la otra, justo en la que me va peor para aparcar. Un día de estos lo mato…

Encontró por fin el bolígrafo entre el maremágnum de cosas de su bolsa y pareció estar preparada para comenzar. Repasamos los ejercicios; tenía más de la mitad mal y la otra mitad por hacer. Repitió las mismas excusas en las que siempre aparecían sus hijos. No la escuché, no solía hacerlo, sólo suspiré.


-Susana, así no avanzamos. ¿Cómo quieres quitarte de encima Estadística? No vas a acabar nunca la carrera.

-Ay, Marcos, lo sé, lo sé. Pero es que últimamente… Va, va los rehago en un momento y los corregimos ¿vale?- y ponía cara de niña mala arrepentida-.

Susana era una cuarentona que había comenzado la carrera de Psicología hacía unos años y sólo le quedaba la asignatura de Estadística para acabarla. Entre marido, hijos, trabajo y estudios, no era de extrañar que siempre llevara su melena recogida de cualquier manera con una pinza, que su bolso pareciera una desorganizada maleta, que su rímel se extraviara por más sitios que las pestañas o que su blusa se escapara de la opresión de los cinturones. Nunca me había fijado en ella, me refiero físicamente; mis preferencias no se decantaban por mujeres que me sacaran más de una quincena de años. Pero aquella tarde, mientras ella resolvía ejercicios, me di cuenta de que se le había desabrochado el botón de la camisa. Miré para otro lado, casi avergonzado de mi atrevimiento; mis ojos no opinaron lo mismo que yo y prefirieron seguir posados sobre ese escote blanco y terso. Desde mi perspectiva podía observar perfectamente la blonda casi transparente de la copa que sujetaba un pecho un poco más grande de lo que era capaz de abarcar, porque una molla con aspecto suave y mullido se escapaba entre el ribete bordado de un tenue color pastel. Abstraído en averiguar si le ocurría lo mismo a la otra mitad del sujetador, Susana me preguntó algo.

- Que si está bien así, Marcos.

Me miraba con unos enormes ojos almendrados que enredaban las pestañas en un mechón dorado reacio a volver a la pinza. Nunca la había visto así, tal vez porque nunca la había mirado. Busqué su boca, era perfectamente delicada y fina, detrás de la cual los dientes prometían sonrisas fantásticas. Su barbilla, descarada ella, me señalaba un sur demasiado cálido donde ahora podía comprobar que la segunda copa sufría el mismo exceso de equipaje. Me oprimían los pantalones de repente, ese era un lujo que no podía permitirme.


- A ver, a ver… Pues no, no creo que esté bien… Mira, vamos a hacer una cosa, Susana, –hasta su nombre me parecía hermoso- vamos a pasar esta clase a la semana que viene, pero has de prometerme que harás los ejercicios y que llegarás puntual.

Buscó el motivo de mi nerviosismo, de mi repentina prisa por acabar y, evidentemente, lo encontró.

-Joder, maldito botón, siempre se me olvida repasar los botones antes de estrenar la ropa. –Me miró fijamente, en silencio tan sólo dos segundos-. No me digas que esto ha sido lo que te ha puesto nervioso. Va, Marcos, va, que necesito la clase. ¿Tienes un imperdible?

Y esperaba allí sentada, jugando con las dos partes de la blusa intentando juntarlas de una manera segura, abriendo y cerrando el cofre de los tesoros. ¿Cómo podía explicarle que no me podía levantar?


-Pero ¿tienes un imperdible o no?

-No, no tengo y hoy no podemos dar clase ¿vale?

Dejó caer los brazos a modo de protesta y la blusa quedó abierta completamente. En mi estado no era dueño de los movimientos de mis globos oculares ni del tamaño de mi entrepierna.

-O sea, que todo esto es porque te has puesto… nervioso. Bien, si consigo que dejes de estar nervioso ¿recuperamos la clase?

Me quedé mudo. No sabía a qué se estaba refiriendo, pero pronto lo averigüé. Lo primero que hizo fue acercar la silla hasta mí de manera que nuestras rodillas se tocaran. Luego, se soltó la melena, fantásticamente rubia y con olor a melocotón. Sus manos viajaron por los botones de la blusa desabrochándolos. El poco control que me quedaba asomó tímidamente:

-Susana, Susana, esa no es la manera. Dejémoslo por hoy ¿eh?

Algo en mi mente me recordaba que no debía tener relaciones con alumnas aunque fueran mayores que yo, que no era profesional, que no era mi estilo. ¡Maldito botón! Cuando se puso en pie para quitarse la blusa, dejé de pensar, pasé a disfrutar de una maravilla de la que no me había dado cuenta a pesar de verla dos veces por semana. Susana dejó la blusa caer y se quitó la falda que resbaló por las piernas hasta los zapatos. Salió del círculo negro y se sentó encima de mí.


-Si no estás atento no vamos a avanzar y perderé mi clase. Así que esmérate, Marcos –y me besó.

Fue una explosión de fresa ácida en la boca, una avidez por encontrar mi lengua que, como el resto de mi cuerpo, se dejaba llevar por aquel volcán que, tan sólo unos minutos antes, parecía dormitar. Seguí las órdenes de mi maestra y le desabroché el sujetador. Dos senos agradecidos de haber sido puestos en libertad me acariciaron la cara y llegué a convencerme de que todo valía la pena. Y me esmeré en seguir descubriendo un cuerpo estrenado en partos, en alcobas sin ventilación y a ratos muertos. Lleno de vida, de la de dos caras, de grises y negros, de estrías y curvas que no se pueden tomar a cien por hora porque necesitan tiempo, dedicación y verdad, mucha verdad. Porque a cada caricia sincera ella respondía con un poco más de sí misma, me mostraba algo más de su cintura, de sus caderas redondeadas, de su pubis entregado, de sus ganas de darse porque sí, sin preguntar, no necesitaba respuestas pues las conocía todas. Me enseñó a tocarla, a besarla, a poseerla como si no hubiera un después, porque me exigía toda mi atención, mi diligencia. Ella quería mis ojos abiertos, atentos a todo lo que tenía que revelarme; Susana quería mirarme, sentir mi deseo dentro de ella, oírme gemir y observar cómo pronunciaba su nombre cuando absolutamente me rendí ante una mujer.

Telefoneé al alumno que tenía que venir después de Susana, le di una excusa cualquiera y anulé la clase. Aprovechamos para ponernos al día: ella con la Estadística y yo con el conocimiento de la Mujer.

Desde aquel día, viene siempre con jerséis de cuello alto, que sólo se quita cuando hemos terminado las tareas. Estoy seguro de que aprobará el examen, ha trabajado duro y está preparada. Me tranquiliza pensar que si le pido que me siga dando clases ella accederá, aunque tenga que decirle a su marido que, de nuevo, ha suspendido Estadística.


© Anabel

domingo, 29 de noviembre de 2009

Algunas cosas buenas de la vida





Fotos: Fernando Glez. Seral



Las cosas que tiene la vida. En cuanto vi los colores de las fotos de Fernando Glez. Seral lo primero que se me vino a la mente fue una lámina que dibujé en primero de BUP, hace siglos de aquello. La lámina en cuestión tenía un cielo violáceo, morado con un enorme pájaro que lo volaba transversalmente desde una esquina, con las alas extendidas, alas llenas de colores; en el otro lado de la lámina, creo recordar un sol se ponía jugando con colores cálidos, amarillos, rojizos y mostazas. Violeta y mostaza. Los mismos colores, dos cielos muy diferentes y una unión mental, casi onírica. Y cuando he leído que Fernando me dedicaba las fotografías –a mí y a Olga Bernad- me ha emocionado.



La vida y las cosas que tiene. A través de Fernando y sus fotos he conocido a Olga Bernad, ella hace fotografías del alma, que no son muy diferentes de las fotografías de Fernando. Según me contó Fernando, el viernes pasado en la presentación del libro de poemas de Olga, “Caricias Perplejas”, ella también llegó a su página buscando una foto para uno de sus textos. “Igual que tú –me dijo-, además casi elegisteis la misma foto”.


Me he tomado la libertad de juntar las fotos dedicadas de Fernando, los textos de Olga y mío con sus respectivas fotos, en una entrada en mi blog -¿quién podría resistirse a hacerlo?-. Faltaría mi lámina de primero de BUP, pero esa ya sólo existe en mí y de forma borrosa. (Me llevé un disgusto cuando, en la exposición de las mejores láminas del curso, colgaron la mía del revés; aquello fue decisivo para que me convenciera de que debía abandonar la pintura.)














Estos son algunos de los vericuetos de la vida: aquellos que te conducen a parajes especiales, plagados de brisas y caricias perplejas.


Gracias Fernando. Gracias Olga.

©Anabel


domingo, 22 de noviembre de 2009

La última gota




La última gota de la última nube que pasó sobre la ciudad.


Eduardo iba, como todos los días desde hacía una semana, a visitar a su mujer, Elvira, que estaba en coma. Los médicos no le habían dado esperanzas, pero él se aferraba a la idea de que aún respiraba pues no podía soportar que ella abandonara este mundo antes que él. Se lo prometió a la salida de la iglesia el día de su boda: “Prométeme que no te morirás antes que yo” y Elvira, siempre tan considerada con los deseos de su marido, le regaló un beso en la nariz preñado de sinceridad.


La última gota de la última nube que fue soñada por Elvira.

Soñaba desde hacía una semana con una gota límpida y cristalina que pesaba más que las demás y que caía lentamente sobre un redondel negro. Y lo soñaba hora tras hora, sin sentir más que un deseo infinito de que esa gota llegara y cayera, que provocara un sonido diferente, casi musical, que llamara la atención por su densidad y armonía. Lo soñaba con la única parte de su ser que ya podía dominar, con el único deseo, con las únicas fuerzas que empezaban a ser pocas.


La última gota de la última nube que cayó sobre un paraguas negro.


Eduardo estaba dispuesto a cerrar el paraguas porque el ritmo de las gotas sobre la lona negra había menguado mucho y creyó que iba a dejar de llover. El sonido de esta última gota lo despistó, cruzó la calle mirando al cielo y un demasiado rápido con cuatro ruedas lo arrolló. Sintió un gran golpe que lo lanzó lejos, pensó que le habían roto las piernas y se alegró porque de esa manera podría estar junto a la cama de Elvira sin tener que abandonarla ni un instante. Le pareció extraño no sentir dolor, pero más le sorprendió verse a sí mismo tumbado en la calzada como un muñeco de trapo, inerte. Se estaba elevando hacia el cielo, agarrado del paraguas como una Mary Poppins cualquiera. “No puedo irme, no puedo irme todavía” gritaba para sí mismo, pero una fuerza indómita lo absorbía hacia un universo inexplorable.

La última gota de la última nube que despertó a Elvira.


Una humedad aguda en la punta de la nariz obligó a Elvira a abrir los ojos. La máquina comenzó a pitar alocadamente, médicos y enfermeras acudieron justo a tiempo de ver la cara de Elvira que como despedida les mostró la mejor de sus sonrisas.

La última gota de la última nube fue sacudida de un paraguas celestial.


Desde un prado limpio de nubes sobre las almas y lleno de hierba en forma de nubes, Eduardo sacudió con fuerza el paraguas, pues la última gota debía mojar la nariz respingona de Elvira. Poco tuvo que esperar para verla surgir como una flor secándose la nariz con el borde de su resplandeciente túnica.


-Sabes que yo nunca rompería una promesa, Eduardo.

© Anabel

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Tus mil nombres


Ni siquiera tu verdadero nombre. No quiero saberlo. Prefiero improvisarlo cada vez que mi piel te invoque. Conocer de ti lo que me hace vibrar es lo único que necesito saber.

Revivir la imagen de tu cuerpo desnudo exigiéndome los gemidos de pasión que pago gustosa sabiendo que tus manos van a encontrarme en cada poro, en cada curva y pliegue. Estallar una y mil veces en ti, por ti, para ti, contigo.
Recordar el color de tus ojos que son mi cielo cuando me cubres; tu voz que electriza el vello de mi cuello; tu lengua exquisita que se lleva lo mejor de mí; tus pies que no se extravían en el camino del deseo.

Imaginar tus nombres en las noches solitarias, cuando los libros ya no acompañan y la almohada cambia de textura con tu aliento mágico, cuando desde la distancia de las nubes me posees.

Te contaré los dientes, las pestañas y los cabellos, esos serán los únicos números que guardaré de ti, los únicos datos que apuntaré en mi agenda al lado de la dirección de tu nuca. Tanto da que seas poeta o barrendero, militar o mecánico, eres un hombre.
Nada más quiero saber de ti.

Y al irte, no hagas ruido ni cierres la ventana, deja que, en la duermevela, la brisa me obligue a encontrar tu calor impregnado aún en las sábanas de mi lecho.
© Anabel

domingo, 25 de octubre de 2009

domingo, 11 de octubre de 2009

No hay otra como ella


De espaldas, la larga melena pelirroja ondula sobre el mar de la espalda, roza su espléndido culo y me hace cosquillas en todos los poros de la dermis. Ella sabe cómo me gusta ese movimiento, esa brisa que me aleja de los malos rollos de la jornada, que me trae a nuestra habitación, paraíso en el que quiero vivir y morir. Conoce qué me gusta, son ya muchos momentos de leernos la piel, de compartir sábanas, de sabernos saborear con ansia y hasta el final. Domina su cuerpo para dominar el mío y mis sensaciones, para trabajarlas hasta llevarlas donde nunca han estado con ninguna otra mujer. Su saliva es una pócima resucitadora, sus dedos bisturíes que abren mis carnes, su boca la ventosa que absorbe mis emociones, su lengua el único trozo de carne cruda que me comería. Ella se relame de gusto al verse erigida al primer puesto de entre todas las mujeres y usa y abusa de su poder, sin límites ni restricciones, en sus manos soy suyo, nadie osará jamás obligarme a abandonar tal servilismo. Nadie, puedo jurarlo sobre lo más sagrado o sobre lo más abominable, me da igual, con ella el resto da igual. Nuestro universo es el único existente, la única realidad verdadera, la penumbra que alumbra el resto de mi vida.

Me deja entrar, que me siente en el sillón granate, mientras ella pasea por la habitación, de un lado para otro, mirándome de reojo, para asegurarse que la estoy observando; se va quitando la ropa pieza por pieza, sin prisa, la noche es infinita; el sonido de la ropa cayendo sobre el suelo se mezcla con el tintineo de los hielos del güisqui que crepitan por el calor. Se para frente a la chimenea, encendida con leños de pasión, de espaldas a mí, como si le diera vergüenza mostrarme lo que me sé de memoria. Sobre los tacones se balancea, erguida, podría dibujar cada uno de los músculos que adornan la espalda; la melena juguetona se enreda entre sus dedos, se recoge y se suelta en nudos mentirosos. El hielo se ha derretido completamente y no me apetece beber lo que contiene el baso. Ella ya lo ha adivinado y se dirige hacia mí dispuesta a desnudarme, descuidando algún arañazo en mi pecho, regalándome algún beso en el cuello, alguna caricia perversa. La acojo en mis brazos y a volandas la acuesto en la cama. Al tiempo que me termino de desnudar, ella va tocándose los pechos, la cintura, el pubis, abre y cierra las piernas y recita mi nombre como si fuera el Cantar de los Cantares. Soy el hombre más afortunado del mundo, el más poderoso, el rey que mejor reina posee, porque es mía, mía por la noche infinita. Ningún perfume que no sea el que expelen sus pechos, ninguna suavidad que no sea la de su vientre, ningún cobijo que no sea su vagina, ningún pastel que no sea su boca, ninguna música que no sea su respiración entrecortada.

Los rayos de sol resbalan por su cadera que rompe decidida la luz matutina. Me visto sin dejar de mirarla, de olerla a cada vuelta que da sobre la cama. No puedo resistirme a besarle la espalda antes de irme y dejar sobre la mesilla el sobre que abulta el doble de lo que ella pide. Acaricio su pelo y me llevo la mano a la nariz. Porque no hay otra como ella.
© Anabel

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Año Infinito

Hacer el amor todo el invierno
hasta provocar los estallidos
de escarcha azucarada en tu boca
y de una ecléctica primavera.

Convertir el ardiente verano
en hielo de café y paños húmedos
masajes con chocolate azul
y velas de licor de manzana.

Alcanzar un otoño preñado
de la niebla densa de tu vientre
desde el aletargado deseo
de que este año no se acabe nunca.

© Anabel

viernes, 4 de septiembre de 2009

Mares

Para Mar, con todo mi cariño por su estupendo regalo.
Una y otra vez volvía a pasar el bolígrafo entre los enredados rizos de la sirena o por la espuma de verde mar o por las caracolas o por los pezones orgullosos o por el iris de sus ojos retadores. Durero, Rembrandt, Picasso, Bacon… cuántos se habían autorretratado. Unos lo hacían con ánimo de publicidad, como experimento para ver el paso del tiempo sobre el propio rostro, como ejercicio de vanidad, como muestra de maestría… Pero ella no lo hacía por ninguna de esas razones. Es que se sentía viva; su dibujo era la muestra patente de que respiraba a pesar del agua salada y de las mareas frías; la evidencia palpable de que había sobrevivido a maremotos y temporales, sólo ayudada por su cola de sirena y sus lápices de colores. Se sentía vencedora, resucitada de un mundo gris y fétido, aliviada por sentir de nuevo aire en sus agallas, agallas casi atrofiadas que habían vuelto al resplandor de días mejores. Erguida sobre sus pechos, soberbia después de vencer tan ardua batalla, poderosa tras haber filtrado tanto dolor, sabe que todo lo que vendrá sólo puede ser mejor. Es el convencimiento de quien ha tocado fondo.

Sola ha salido a pasear por las calles bulliciosas que tanto la han acompañado en su destierro interior. Qué mejor que la gente, que el sol, que una cerveza bien fría para encontrarse en el Paraíso sin formar parte de él. Es fantástico recordar que se siente cuando el miedo no te pisa los talones. Y ella no lo sabe, al menos inmediatamente, pero en ese momento su aura despierta tal magnetismo que todo el mundo que pasa a su lado la ha de mirar por fuerza, ha de asombrarse de cómo cruza sus piernas sentada en la terraza, de cómo dibuja sobre un papel cualquiera, de cómo se lame la espuma que la cerveza ha regalado a sus labios. Nadie sabe quién es, pero todos la reconocen. Todos excepto uno, que sabe quién es y siempre la ha conocido.
-¡Marina! ¿Eres tú?
Marina levanta su mirada del papel, pone su mano derecha sobre la frente para intentar que la luz del Sol no deslumbre la figura de aquella persona de la que su voz le resulta familiar. Él se sienta en frente de ella para que pueda verle.
-¿César? ¡César! Madre mía, cuánto tiempo.
Se besaron en las mejillas. De una forma natural, como si el tiempo no hubiera transcurrido desde la última y lejana vez en la que se vieron, empezaron a esbozar acontecimientos y sucesos despojados de toda emoción, como si hubieran carecido de relevancia. Es curioso cómo se puede relatar con tanta frialdad, casi indiferencia, hechos que fueron fundamentales, muy dolorosos y complicados a una persona a la que hace años que no se ve. Fue tan sencillo. Pasaron dos cervezas y una tímida insinuación de César para cenar el viernes. Marina se sorprendió a ella misma mostrando tan buen grado al aceptar la invitación.

César nunca había olvidado los besos de Marina ni los escalofríos de adolescente cuando le acariciaba el pubis; siempre la había mantenido en un lugar preferente, era su recuerdo favorito en las noches de soledad y en los momentos en los que evitaba hacer examen de conciencia. Toparse con ella después de tantos años, cuando la había convertido en un ideal imposible, sólo podía significar una nueva oportunidad, una nueva mano que el destino le procuraba y, esta vez, plagada de ases. Y no iba a perder. Este intervalo de tiempo había sido necesario, estaba seguro de ello, para hacer acopio de experiencias, de sensaciones, de modos y maneras con el único fin de poder mostrarle a Marina todo lo que había atesorado para ella. Entre esos tesoros se encontraba la paciencia. Sabía que debía ir poco a poco, despacio y suavemente, no porque ella lo necesitara o porque fuera la mejor manera de entrarle, sino porque él había aprendido a disfrutar de la lentitud de un comienzo, de la tarea de hilar antes de echar la primera puntada, porque ésta tenía que ser precisa y delicada.

Princesa de un nuevo mar, Sirena dispuesta a bucear en mares más profundos. Segura. Estar cerca de César le hacía amar la batalla que había vencido, ver el pasado como el escalón necesario hacia una orilla verdadera. Se tumbó en la arena, desprotegida, libre, dispuesta a entregarse a una luz que alguna vez había sentido, pero que ésta, la luz de César, iba a ser la que realmente llenara su corazón y la convirtiera en la mujer que ella siempre había sido.
© Anabel

viernes, 21 de agosto de 2009

Insoportable


Me levanto por las mañanas con dolor de cabeza y un hilillo húmedo resbalándose entre mis pechos. El alivio de la ducha sólo dura leves instantes, iniciar cualquier movimiento, incluido el acto de ponerse el albornoz, obliga a la piel a brotar gotitas que ya no pertenecen a las tuberías. Dan ganas de quedarse bajo el chorro fresco y monótono, inacabable, todo el santo día; olvidarse de vestirse para ir a comprar el necesario alimento, renegar del sueldo y abandonar el trabajo tumbada en el sofá bajo el caprichoso abanico del ventilador que nunca va lo suficientemente deprisa. Y dejar que pase este verano pegajoso y egoísta, que transcurran las semanas sin más compañía que la de un té helado y la brisa suave atrapada bajo el engaño de un trabajado juego de ventanas abiertas. La desidia pesa como una losa de mármol caliente, mis dedos agotados como si hubiesen mecanografiado cien veces la Biblia me responden lentos, equivocando las teclas, olvidando la ortografía, impidiendo que mis ideas surjan limpias y claras. Porque mi cabeza hierve y las neuronas se consumen en un vapor fatuo que vuelve a transformarse en sudor pringoso que empapa mis muslos y los adhiere a la butaca que ha olvidado sus deberes de cómoda anfitriona.

Sólo la noche, la que vas más allá de la una de la madrugada, me devuelve cierto sosiego, cierta reconciliación con el cuerpo que ha colgado por unas horas la pátina brillante y encuentra calma sobre la sábana abandonándose por completo al roce del algodón y a la caricia de la atmósfera nocturna. Entonces, un punto de calor empieza a pellizcar mi vientre, a cabalgar hasta mi pubis, agitando mi latido. No sé si primero es el aroma de un recuerdo evocado por el placer de verme liberada de la opresión estival o el resurgir de la brasa íntima, mal sofocada, me ha devuelto tu imagen. No lo sé, no lo sé, pero el fuego se expande y devora todo atisbo de sensación a hierba recién cortada.

Este verano está siendo insoportable.
© Anabel

viernes, 14 de agosto de 2009

Todo es mentira


El reflejo de los cristales del monstruo que han construido delante me devuelve la imagen de una casa de la que, alguna vez, conocí su interior. Parecen las mismas paredes, los mismos muebles y el mismo polvo. Intento recobrar un pasado mejor olfateando algún rastro que pudiste olvidar en el rincón más insospechado. No sé si soy perra vieja o es que nunca estuviste aquí. Ya no puedo ni creerme la foto de la mesilla donde abrazados disfrutábamos de aquella magnífica vista.

No hay paisaje. No hay olor. No estás tú. Todo es mentira.



© Anabel

miércoles, 29 de julio de 2009

Demasiado


Beautiful Rafaela, Tamara Lempicka (1927)
Me hubiera gustado ser colibrí
que revolotea grácil
y se posa en tu rama
haciéndola florecer.

O leve pluma bailarina
maestra en brisas de menta
que te hicieran olvidar la Madonna
de aquella Navidad solitaria.

O cuerpo menudo,
contorsionista circense
con la que cualquier postura
es posible sobre la hoja de un libro.

En cambio, soy guerrera azabache
dispuesta a luchar en un campo de batalla
sembrado de agujeros sin eco,
sin humo y con sangre.

Femineidad contundente,
voluptuosas esferas
que se mueven en desorden
exigiendo su espacio
reivindicando su gravedad.

Demasiado peso
para la travesía de este desierto.

Lo sé.
© Anabel

viernes, 19 de junio de 2009

El roce de tu piel

No tienes ni puta idea de lo que hubiera pasado si tus pies hubieran decidido dar un paso más, sólo unos centímetros. No lo sabes, nos paró la cobardía: a ti, por no avanzar, a mí, por permanecer quieta. Me llegaron las caricias de tu parpadeo y el aleteo ansioso de tu respiración. Sólo un paso más y hubiera caído, hubiera quemado mis naves por arder en tus brazos, por perder mi escaso sentido común, por extraviar los papeles que nunca compulsé, por sentir tu aliento en el cielo del paladar. No tienes piedad, ni capacidad de prever la taquicardia que ciertas palabras tuyas producen en mi, no, no tienes piedad. He llegado a pensar que disfrutas haciéndome sufrir, que te deleitas en cada suspiro que me arrancas, que te relames en cada grado que me haces sudar, que te has apostado con el diablo del deseo a ver quién aguanta más, a ver quién sucumbe primero ante las imágenes sicalípticas de íncubos y súcubos, a ver.

Y creo que voy a perder, a perderlo todo, porque ya no me importa, porque ya me da igual, porque sólo tengo pesadillas por saber qué se siente al roce de tu piel.
© Anabel

martes, 2 de junio de 2009

Pepe y Charo - III y final


Pepe
-¿Para cuándo esa tortilla?-grita Pepe desde la barra.
-Para cuando esté hecha, ni antes ni después –le contesta una voz fuerte y segura desde la cocina.
-Va, Charo, que se está acabando y hay dos entrando por la puerta con cara de pedir pincho de tortilla de patatas –le ruega Pepe asomando su calva por entre los flecos de cuentas de la cortina.
Charo le saca la lengua y continúa dando vueltas a las patatas que se cuecen en el aceite.
-Le quedan cinco minutos, pesao –y coge un gran batidor y comienza a golpearlo contra un bol lleno de huevos con un ritmo y un arte únicos.
El sonido del batidor en manos de Charo cautiva a Pepe, es el soniquete que le traslada a Francia cada vez que la ve moviéndose de esa manera, cadencia que le recuerda todo lo que esa mujer significa para él.
La tortilla de patatas es el plato rey del bar “La Percha”. Pepe heredó el bar de su padre, Jaime, “el Percha”. Le apodaban así porque antes de abrir el bar, Jaime regentó una sastrería que se llamaba “La Buena Percha”. Cuando el negocio se fue a pique, el padre de Pepe abrió un bar en el mismo local y aprovechó algunas luces del letrero luminoso para mantener el nombre lo máximo posible. Hubo que rellenar el hueco que dejaba la palabra “Buena”, lo que se solucionó con el diseño de Pepe de una burbujeante jarra de cerveza. Pepe había querido ser pintor, de hecho el bar está decorado con acuarelas de paisajes de las costas de Bretaña y Normandía. En el verano del 87, Pepe se fue un par de semanas de camping a Francia. Sus sueños de ser paisajista aún seguían intactos; no salía de viaje sin sus herramientas de pintor. Al segundo día de estar en Francia, visitó Le Mont-Saint-Michel. Nada más entrar al recinto, del primer restaurante que hay al pasar la muralla a la izquierda, un ritmo, que Pepe no lograba identificar qué lo producía, inundaba el ambiente. Así que se asomó a una especie de escaparate sin cristal desde donde se mostraba al público cómo se batían los huevos para cocinar la famosa tortilla típica de la abadía. Y allí estaba Charo: cuerpo de atleta búlgara, fuerte y guapa, largo y frondoso cabello recogido en una trenza que se movía al son con el que su dueña meneaba el redondo trasero; el brazo izquierdo agarraba un enorme bol de cobre y el musculado brazo derecho agitaba con ritmo y salero un batidor acorde con el tamaño del recipiente. Se le antojó una hermosa valkiria. Pepe supo que esa mujer tenía que ser suya. Propinó todos los empujones necesarios a los espectadores y se plantó en la fila número uno. Primero le habló en su pésimo francés y ella le ignoró, luego le dijo algunas palabras en ruso, lo que provocó la risa de Charo.
-No te esfuerces, españolito –dijo sin mirarle.
-Supongo que estarás hasta las narices de esta tortilla, -le dijo Pepe aliviado de no tener que intentar comunicarse en ningún otro idioma-, si quieres te invito a cenar tortilla de patatas española que seguro que echas de menos.
En ese momento, llegó una señora que por su indumentaria parecía la jefa de cocina y, tras una pequeña ceremonia, un escuálido pinche relevó a la ya sudorosa Charo de su menester. Entonces, le hizo un gesto a Pepe y él la siguió como un corderito.
-Estoy en el camping de Pontorson, al lado de la cuadra de caballos. Si quieres venir, estoy allí con un amigo.
-Salgo a las ocho –Charo se dio media vuelta y apartó su trenza hacia un lado para que Pepe se embelesara con el movimiento de sus caderas.
-¡Me llamo Pepe y ¿tú?!
La valkiria, enfundada en una bata blanca muy justa, se volvió un instante para sacarle la lengua y decirle su nombre.
Charo se fue a España con Pepe y sus acuarelas y pasó de hacer la tortilla bretona a la tortilla de patatas que tanto éxito tenía gracias a su ritmo, como le gustaba repetir a Pepe.

-Va, Charo, va, más rápido con esos huevos –le espetó mientras se acercaba sigilosamente por detrás.
-Pepe, no me atosigues que me voy y te dejo sólo en la cocina, ¿eh?
-Bueno, estar solo sin que nadie te mande ni te grite tampoco debe ser tan malo…-exclamó Pepe cada vez más cerca-.
-Te he oído y espero que eso no lo hayas dicho por mí. Dime, dime tú qué harías en este bar sin una cocinera como yo. A estas alturas ya se lo habrías traspasado a algún chino, seguro.
-Hay muchas cocineras en el mundo…
-Sí, pero que te aguanten y que tengan un culo como el mío, pocas –con una sonrisa picarona le dio vuelta a una tortilla de patatas con una habilidad sorprendente-.
-Eso es verdad –y Pepe propinó un pequeño pero sonoro azote en las nalgas de Charo-.


Charo
Cuántas veces se había preguntado si amaba a Pepe. A todas ellas había evitado responder. Sentía por él un cariño infinito, era la mejor persona que había conocido nunca y sabía, sabía a ciencia cierta, que si lo abandonase se moriría como un perro fiel que se ha quedado sin amo. Verlo desenvolverse por la barra, atendiendo a los clientes era un espectáculo que, a pesar de presenciarlo a diario, no resultaba monótono, siempre amable y contento, siempre llevando en la boca el nombre de su mujer y siempre haciendo propaganda de la magnífica tortilla. Incansable. En la cama era igual, a su lado había pasado noches maravillosas y absolutamente placenteras, sus manos se convertían en delicadas sedas al contacto con la blanca piel de Charo que ya no dejaba de vibrar hasta que Pepe, cual toro de dehesa, decidía que era la hora de entrar a matar. Tenía la completa certeza de que no hallaría otro hombre como Pepe con quien compartir el resto de sus días. Y, sin embargo, seguía evitando responder.
Francia suponía la tierra prometida, el lugar donde los sueños de Charo se podían realizar. Huir de su casa había sido el principal objetivo desde que tenía memoria; no había día que no soñara con despertar en un lugar muy lejano donde los gritos de su madre no la obligaran a desear haber nacido sorda. Cumplidos los dieciocho pensó que no tenía que rendir más cuentas a nadie, recogió lo poco que tenía en una vieja maleta que había pertenecido a su abuela, la dirección de una prima que vivía en Pontorson, el escaso dinero que había conseguido pastoreando las vacas del vecino durante el verano, y se fue de casa tras dar un furibundo portazo.
Al cruzar la frontera, entendió, en cierta manera, qué sintieron los españoles que huyeron al país vecino perseguidos por la guerra civil: la morriña de la tierra santiaguesa le empañaba la vista de los bellos paisajes franceses, pero su corazón se expandía alegre al divisar un horizonte plagado de posibilidades y libertad. Pero, nada más entrar en el pueblecito francés, se dio cuenta de que poco echaría de menos las tierras gallegas pues pareciese que el clima, el verde y las vacas se los hubiera traído en la roída maleta de su abuela para esparcirlos como una alfombra por aquella población que tan feo nombre tenía. Los primeros meses trabajó limpiando casas y bares en los lugares que su prima le buscaba. Cuando aprendió a defenderse en francés, encontró un empleo en un restaurante de la abadía de Le Mont-Saint-Michel. Al observar la jefa de cocina los fuertes brazos de Charo, le ofreció ser pinche de cocina. Ser pinche significaba prepararse para largas horas batiendo huevos destinados a la famosa tortilla típica de la abadía y plato estrella del establecimiento. Batir los huevos era el paso necesario para que la tortilla, llena de aire, multiplicara su tamaño al ser cocinada y quedara como una apetitosa esponja. Como el esfuerzo era considerable, los pinches se iban turnando cada diez minutos. Aquellos que además eran capaces de llevar un ritmo agitando el batidor en aquel gigante bol de cobre, pasaban a realizar el trabajo de cara al público.
Otro de los pinches que actuaba en público se llamaba Pierre. Pierre era un alto y espigado muchacho que tras tener muchos trabajos y ningún oficio, se había colocado en el restaurante porque, según él, era el único lugar donde le dejaban mezclar la cocina con la música, sus dos aficiones favoritas. En sus ratos libres, tocaba la batería en un grupo de heavy que amenizaba las fiestas de los pueblos de la región. Era conocido por sus borracheras y el tatuaje de la calavera con dos baquetas cruzadas a modo de tibias de su trasero, el cual enseñaba siempre al acabar los conciertos. A pesar de que su prima le había avisado mil veces de que no se dejara enredar por Pierre, Charo cayó perdidamente enamorada de esos ojos verdes y de ese acento embriagador que la volvía loca. Pierre sólo tenía que susurrarle al oído « comme tu es belle, ma petite espagnole » para que aceptara, sin oponer resistencia alguna, ir a la parte de atrás del restaurante. En una de estas escapadas durante el trabajo, fueron pillados por la jefa de cocina y avisados de que, si se volvía a repetir, estarían los dos despedidos. Charo intentaba rehuir las proposiciones, pero le resultaba imposible no ceder a los deseos de Pierre. El camino que había elegido se estaba esfumando ante la bruma espesa, con aroma a almizcle, que desprendían los besos de un desconsiderado francés. La realidad se le escapaba a Charo de las manos, se perdía en los vaivenes sobre los sacos de harina y de pasta, en los besos a traición en las esquinas y las miradas furtivas mientras el huevo salpicaba el delantal. Aturdida no sabía cómo retomar el sentido de su vida.
Entonces apareció Pepe de entre un montón de flashes. Él y su pésimo acento francés, y su desvergüenza al dirigirse a ella, y su descarada mirada que sólo se fijaba en la oscilación de unas nalgas. Él y sus mediocres acuarelas, y su tortilla española, y su bar de barrio. Él, él fue el tren que le dio un nuevo pasaporte hacia la libertad.

Y lo mira con un cariño infinito, lo quiere desde lo más hondo de su ser, pero no sabe qué haría si una melosa voz le susurrase al oído: «Viens avec moi, ma petite espagnole, viens derrière… ».


© Anabel

lunes, 25 de mayo de 2009

Cuento ganador de la 1ª edición del concurso "Cuentos para despertar"






A mi hermana Elena, sin su insistencia no me hubiera presentado al concurso, a mi sobrina María, por prestarme una de sus estupendas ideas, y a Elísabet, mi hija, por ayudarme a corregirlo.

Mis padres me han regalado un camión chulísimo. Uno de esos que cargan muchos coches detrás. Es de color rojo con unas líneas brillantes en la cabina. Nos va de maravilla a mi hermano y a mí para el circuito que montamos en el suelo de la habitación. Lorién, mi hermano, es el dueño del garaje donde llevo a arreglar los coches rotos. Cuando nos cansamos, cambiamos de juego y entonces él hace de cocinero y prepara a mis muñecas unos platos riquísimos en la cocinita que los Reyes Magos le regalaron estas Navidades.
Aún no os lo he dicho: hoy es mi cumpleaños. Me llamo Ibón y ya tengo ocho años. Mi hermano se llama Lorién, bueno, eso ya lo he dicho y, dentro de poco, cumplirá seis. A él le hubiera gustado ser el mayor porque sabe que, después de los papás, soy yo quien manda en casa y él tiene que hacerme caso aunque lo haga de mala gana. Casi nunca discutimos, sólo se pone pesado si le entran ganas de jugar a las peluquerías. ¡Se empeña en cortarle el pelo a mis muñecas! Mamá dice que tiene mucho estilo, pero yo prefiero que practique con sus muñecas que las tiene a todas calvas de tanto cambiarles el peinado. Bueno, también discutimos por recoger la habitación. A mí nunca me apetece, me da mucha pereza, la verdad, pero a Lorién le gusta tener las cosas en su sitio y no soporta que le cambie sus juguetes de estantería.
Esta tarde, en cuanto mamá acabe de trabajar, nos iremos al “Children-Park” a celebrar mi cumpleaños. Mi mamá conduce un autobús. A Lorién y a mí nos encanta subir en el autobús que lleva mamá. Decimos a todos los viajeros que la que conduce es nuestra mamá y papá siempre nos dice que no molestemos y nos manda callar. Lorién de mayor quiere ser como mamá. Dice que él conducirá un autobús en el que, al comprar el billete, dará a los niños bocadillos de chorizo y Nocilla y a los mayores, sopa de macarrones. También ha pensado en hacer los autobuses más grandes para que todo el mundo pueda sentarse y así no haya gente maleducada que no les cede el sitio a los señores mayores o a las mujeres embarazadas. Creo que son buenas ideas y no entiendo cómo no se les han ocurrido todavía a los alcaldes de las ciudades.
Mi papá es el que manda en la escuela porque trabaja de conserje y el conserje tiene todas las llaves. Si un día se olvidase de abrir las puertas, ese día los niños no irían a la escuela. Todas las mañanas vamos los tres juntos al cole. Algunas veces, papá me da permiso para abrir la puerta de entrada y ese día soy yo quien deja entrar a los demás niños a las clases. A mí me encanta este trabajo porque todo el mundo te conoce y te respeta. Esta mañana, con la emoción de mi cumpleaños, mientras papá me cosía un botón de la bata, se ha pinchado un dedo. Yo, que tengo un maletín de médico, le he curado enseguida y le he puesto una tirita. A la salida del colegio, ya tenía la herida cerrada. De mayor quiero ser médico. Papá dice que para ser médico hay que estudiar duro y eso estoy haciendo. Así que practico mucho: cojo un libro con dibujos del cuerpo humano y voy buscando los músculos y los huesos en el cuerpo de Lorién. Él se está muy quieto, sólo se mueve si le hago cosquillas. La otra tarde vinieron a merendar unos amigos; estábamos jugando a médicos y, cuando vieron mi libro, se empeñaron en pintar de color negro el dibujo de una persona desnuda para hacerlo igual que Lorién. Les dije que no, no quería que me lo rayaran, además, una piel es una piel y todas se curan igual.
No me acuerdo muy bien del día que llegó Lorién. Creo recordar que papá y mamá estaban muy alegres, me cogían todo el rato en brazos, me daban besitos y me repetían el nombre de Lorién una y otra vez, como si me fuera a olvidar. Me parece que el abuelo Mariano no estaba muy contento porque no lo cogió ni una vez ni dijo lo guapo que era. A mí Lorién me gustó desde el primer momento, me miraba muy fijamente con sus ojos enormes y me seguía a todas partes. Al principio, me obedecía siempre, pero ahora incluso tiene más fuerza que yo. Lorién se convirtió en el nieto favorito del abuelo Mariano porque se sabía todos los jugadores de la selección nacional de fútbol, así que tuve que aprenderme todos los jugadores del equipo de mi ciudad para convencerle de que yo también merecía ir con ellos al fútbol a pasar las tardes de los domingos.
Esta tarde van a venir muchos amigos a mi fiesta. He dejado de invitar a unos cuantos que, como mamá dice, no saben ver más allá del color de la piel de Lorién, no son capaces de ver lo listo que es ni su alegría. He pensado que, si soy médico, tal vez pueda fabricar unas gafas que curen esa enfermedad de la vista. Son cosas, como las ideas de los autobuses de Lorién, que aún no se le han ocurrido a ningún alcalde, pero que no pueden ser muy difíciles de solucionar. Por eso tengo que estudiar mucho.
-¡Ibón, Ibón, que nos vamos!
Adiós, adiós, me voy a mi fiesta de cumpleaños. Si vosotros sabéis mirar, estáis invitados: habrá tarta para todos.

© Anabel

jueves, 14 de mayo de 2009

Al otro lado de tu catalejo


Soy lo poco que queda en el suspiro de cada noche,
la esquina más oscura de la nube de mi conciencia,
la luz temerosa por alumbrar donde no debe
para comprobar la certeza de tu existencia esquiva.

Soy, a veces, azul como la esperanza de un latido,
y otras, azabache caparazón de coleóptero extraviado,
quisiera ser amarilla como los girasoles de Vincent,
infinita como las estampas luminosas de Sorolla.

Soy tan tristemente dócil a las salivas pasionales,
tan abierta a tus exiguas salpicaduras de amor
que me tensiono ante cualquier lluvia fina
que se cuele por las goteras de mi calva experiencia.

Aunque hace mucho tiempo que dejé de pensar,
estoy porque me siento respirar el humo del incienso
que la distancia expele desde la orilla de lo imposible.
Y justo entonces es, cuando al otro lado de tu catalejo, soy.
© Anabel

sábado, 2 de mayo de 2009

Daniela y Miguel - II




Daniela
Paseó la mirada por aquellas marinas un poco cursis, enmarcadas con escaso gusto, que abarrotaban la pared de la zona de las mesas. Al parecer el bar había sido remozado no hacía mucho, sin embargo aquellas acuarelas habían sobrevivido a las obras. Miguel había insistido en quedar allí pues era un lugar discreto y apartado de la zona que ellos frecuentaban. Daniela encontró poco deleite en esos cuadros y se puso a la búsqueda de otro objetivo sobre el que posar los ojos y distraer los nervios.
-Aquí tiene, señorita, una cañita bien fría y el pincho de tortilla. Verá como le gusta mucho. Mi mujer tiene un secreto para hacerla –dijo el camarero poniendo mirada interesante.
-¿Sí? Vaya, y ¿no me dirá cuál es el secreto? -preguntó Daniela sin muchas ganas de ser respondida.
-El secreto está en cómo bate los huevos y eso, aunque parezca increíble, es una técnica francesa. Y hasta allí puedo leer –en un gesto rápido y gracioso el camarero se cerró los labios con cremallera y se fue hacia la barra. A pesar de su humor, le resultó divertido el camarero y el nudo del delantal detrás del que la oronda barriga parecía esconderse sin demasiado éxito.
Ir picando la tapa, aunque no tuviera hambre, la distraería un rato del “monotema” que había invadido su vida durante el último año. Le era imposible no pensar en él a todas horas y en cualquier circunstancia. La admiración que sentía por sus conocimientos, la facilidad para transmitirlos y contagiar de su entusiasmo a quienes lo escuchaban fue la primera cualidad que encandiló a Daniela. Aunque se ponía colorada en cuanto él le dirigía la palabra o tan sólo una fugaz mirada, eso no le impedía llegar antes que nadie a la clase para coger sitio en la primera fila. Verlo tan de cerca, oír los matices de su voz profunda y aterciopelada, observar sus gestos lentos, serenos acompañando con contundencia las explicaciones, oler su colonia… En el primer trimestre empezó a notar los efectos que el profesor producía sobre su metabolismo: dejó de tener apetito, se pasaba el día suspirando, soñaba con él acariciando su nuca, besándola hasta hacerla perder el sentido… Lo quiso negar, no era posible que una estudiante del último curso de Historia del Arte pudiera perder la cabeza de semejante manera por un cincuentón que abusaba de roídas americanas de pana con coderas. La evidente debilidad de Daniela dejó el camino sembrado hacia la cama del profesor. Fue el sexo con él lo que la conquistó completamente. Sólo con recordarse bajo su aliento, bajo la protección de su pecho velludo, invadida por todos sus años de experiencia y conocimientos, ungida por su sabiduría y virilidad le ponía la piel de gallina y le descubría que otro corazón podía latir dentro de su vientre.
Daniela le había pedido en repetidas ocasiones hacer pública la relación. Estaba cansada de tener que citarse a escondidas, en lugares donde no les conocieran, en pensiones que restaban romanticismo a los mejores momentos de su relación; todo debía ser un secreto. Ella había dejado atrás proposiciones de chicos de su edad, chicos atractivos, por estar con él unas horas a la semana. Necesitaba más, lo quería para ella las veinticuatro horas del día. Aceptar esta petición significaba acceder a un divorcio que Miguel retrasaba continuamente. Cuando, hacía dos días, el profesor de Iconografía Religiosa se le cercó brindándole su ayuda para la tesis, tras lo cual, le dio una sonora palmada en el culo, a Daniela se le abrieron los ojos y la verdad se le apareció rotunda delante de ella, entendió qué significaba para Miguel: un entretenimiento, un alivio, una alegría de la que disfrutaba en su madurez y de la que fardaba delante de sus compañeros de facultad. Llegar a este convencimiento la hacía sentir ahora una vergüenza mucho menos llevadera, más dolorosa, punzante como un alfiler en la boca de estómago. Saber que no era nada para Miguel nada más que un trofeo con el que presumir le hacía sentirse la mayor de las estúpidas: ella que se había creído capaz de enamorar a un hombre tan inteligente, de seducir a un gran hombre… Qué gran ilusa. Así que lo único que le quedaba era su orgullo, un tanto maltrecho, pero aún podría salvar algunas naves si se adelantaba a él y era ella la que cortaba la relación, porque no le cabía ninguna duda de que ésta era la última cita, de que la había citado allí para despedirse. En este barucho de mierda.
Lo vio entrar en el bar y, para imbuirse de valor y de fuerza vengativa, se bebió la cerveza de un trago.



Miguel
Intentaba descifrar si era más deseo que amor, pasión que cariño, pero no lograba resolver la ecuación. Una aventurilla, una más de las que había mantenido con alumnas a lo largo de su carrera, eso pensaba que significaba su affaire con Daniela. Al principio, le sorprendió que se sintiera atraída por él. Ella, una chica tan seria, con notas excelentes, con ideas muy claras sobre su futuro, tan especial, tan bella. No desaprovechó la ocasión de tener sexo con ella; hacía mucho tiempo que no se le brindaba la oportunidad de darse una alegría de ese tipo, incluso había llegado a pensar que ya había perdido su sex-appeal, que ya había entrado irremediablemente en el oscuro túnel de la vejez. Daniela era, posiblemente, la última de sus conquistas, el último de sus romances antes de entrar en la aburrida sequía de la senectud, en el último trecho antes de su jubilación. Pero no había calculado bien las consecuencias. Creyó que rememorar el sexo con jovencitas le iba a sentar bien, le iba a devolver un poco de juventud, de tiempo; nunca imaginó que llegara a necesitarla cerca suyo a todas horas. Comenzó la relación sin preocuparse mucho por si los veían juntos, incluso, secretamente, deseaba que así fuera para poder despertar la admiración y los celos de sus colegas, casi todos de menor edad. Luego, cuando no verla en primera fila o no sentir su mirada sobre la pizarra de sus explicaciones le producía desasosiego y falta de concentración, empezó a volverse extremadamente cuidadoso por ocultar las citas, por llevar con el máximo secreto y discreción la relación. Sus distracciones, tanto en clase como en casa, producían en los demás exclamaciones burlonas acerca de su inminente demencia senil. Sólo él sabía que su amor por Daniela le regalaba salud y tiempo, a pesar de los efectos secundarios.
Le había costado mucho decidirse, noches en vela y balances imaginarios, dolores de cabeza y algún que otro bajón de azúcar, pero al fin había tomado una determinación: iba a acabar sus días con Daniela. Ella le hacía sentir más que nada de lo que le rodeaba, más que su familia con hijos incluidos, más que su pasión, el arte clásico, más que la copita de coñac añejo después de la cena. Más, mucho más. La amaba, esa era la solución de la ecuación.
Llegaba al bar “La Percha” excitado y contento. Darle la noticia de que le había pedido el divorcio a su mujer la iba a impresionar después de tanto tiempo dándole largas para no tener que enfrentarse a una situación drástica y desagradable. Ver llorar a Luisa, deshecha, sin entender el cómo ni el porqué de su repentina determinación le había dolido, le había hecho sentir un mal hombre después de tantos años compartidos, pero su amor por Daniela era determinante. Lo que le empujó a dar el paso fue la conversación mantenida con su colega Francisco el día anterior. Era el único al que le había hablado abiertamente de su lío con Daniela, al único que le había contado detalles demasiado íntimos de su alumna favorita: si llevaba tanga, si le susurraba al oído, si le propinaba azotes, si le hacía desfiles en ropa interior, si gritaba cuando la follaba… Cuando Francisco le confesó que le había dado un “cachetito cariñoso” en el culo a Daniela, Miguel se lo devolvió en forma de puñetazo, dejando a su amigo tendido en medio de la calle. Se sintió un tremendo canalla, un pavo arrogante que se había ido contoneando de sus éxitos amorosos ocultando sus verdaderos sentimientos por aquella mujer. Era él el que se merecía el puñetazo; deseó que el golpe le hubiera dolido a él mismo y no a Francisco. Tenía que reconocer lo que le sucedía, tenía que decírselo al mundo, tenía que gritar que la amaba por encima de todo.
Vio a Daniela circunspecta, imaginó que estaría cansada de esperar y triste por no conseguir que él se divorciara; así que pensó que le daría una sorpresa enorme.
-Hola, cariño, perdona que llegue tarde, pero he tenido un asunto que solucionar –le dijo mientras se sentaba delante de ella.
-Con tu mujer, supongo –dijo Daniela muy seria.
-Pues sí –contestó Miguel guardando la compostura para no desvelar la sorpresa.
-Miguel, tengo que hablar contigo muy seriamente.
-Yo también he de decirte algo –pronunció Miguel ocultando su alegría-.
-Verás, esto se ha acabado.
-Pero ¿qué dices, Dani? Por Dios, si no sabes lo que te voy a decir, anda, anda, escucha…
-No, se acabó, ya no voy a escuchar más tus demencias de viejo, tus salidas de viejo verde. Tu aventurilla con esta alumna se terminó, ya puedes ir buscándote otra, ésta es historia.
Miguel no podía creer lo que estaba oyendo, no conocía esa voz tan dura e hiriente, sin ganas de conciliación, decidida a acabar lo que tenía que exponer, segura de lo que estaba pronunciando, cargada de flechas afiladas. Atónito no pudo replicarle nada.
-¿Te piensas que iba a seguir follando contigo hasta que te cansaras de mí? No, no; estás muy equivocado, soy yo la que te manda a hacer puñetas, la que ha decidido que ya ha tenido suficiente con tus sobresalientes que, al fin y al cabo, era lo que buscaba. O qué te habías creído ¿qué me gusta follar contigo? Eres un viejo patético y baboso. –Sin dejar respirar a Miguel, Daniela continuó salpicándolo con su odio-. Por cierto, me voy a enrollar con el de Iconografía Religiosa, sí, con tu colega Francisco. Me ha propuesto ayudarme con la tesis, ya sabes cómo va esto, y, la verdad, es más joven que tú, igual me da menos asco. En fin, tampoco hay que ser dramáticos: tú conseguiste lo que querías, sexo, y yo también, sobresaliente. Adiós, Miguel.
Daniela se levantó, cogió el bolso y se marchó sin mirar atrás taconeando la cerámica del suelo como si ella fuera la culpable del odio que acababa de expulsar.
El corazón de Miguel se sintió oprimido bajo el peso de cien años de arrugas y soledad.


© Anabel

lunes, 20 de abril de 2009

Eloísa y Alberto - I


Eloísa
Einstein estaba en lo cierto con aquello de la relatividad: el reloj avanza a su paso, seguro y sin pausa, cada segundo es igual que los que le han precedido, sin embargo el tiempo no transcurre de la misma manera para nadie. A Eloísa cada minuto se le hace más largo que el anterior, más cargado y denso, a pesar de estar acostumbrada a esperar. El humo del bar, el ruido, el tintineo de copas y platos, las acuarelas de la costa francesa que decoran las paredes, todo ayuda a que el tiempo parezca un niño caprichoso y travieso que sólo corre cuando a él le apetece. Al principio, las esperas le parecían que formaban parte del juego amoroso, de la máxima lo bueno se hace esperar, y disfrutaba los momentos antes de que llegara Alberto imaginando cómo iría vestido y si se habría puesto la colonia que ella le regaló por Navidad. Pero en los últimos meses no había tiempo para pensar en eso, aunque cada vez él llegara más tarde. Eloísa sentía que había encontrado la totalidad del tiempo perdido del resto del mundo y que todo él era contabilizado en su cronómetro biológico; mucho tiempo invertido en una pasividad, en un punto muerto que la convertía en un muñeco en manos del calendario y de la indecisión de Alberto. Los treinta años la empujaban a querer dibujar un futuro definido, claro, más allá de hoy te veo a las ocho y mañana no podré quedar que tengo trabajo o he quedado con los colegas; más allá de pon las cortinas que quieras en el piso, mi amor, hazlo como tú quieras, pero no me hagas ir a comprarlas; si aún somos jóvenes, cariño, espera, espera a que me den el puesto de jefe de la sección de Declaraciones… Esperar eso era a lo que la vida de Eloísa se podía reducir y estaba muy cansada de sentir el peso de cada hora sobre sus espaldas.
-¿Otro café, Elo?
-No, gracias, Pepe… Mira, tráeme un güisqui, anda.
-Marchando un güisqui para la morenaza –gritó Pepe al camarero de detrás de la barra.
En cuanto pidió el güisqui se arrepintió, el alcohol le menoscababa el control de las emociones y le hacía decir cosas que luego, cuando se encontraba a solas con la almohada, le hacían sentirse ridícula y estúpida, como una débil mujer que no tiene fuerza de voluntad, que en cuanto recibe un par de besos y caricias se olvida de sus renuncias por sentir al amor de su vida cerca.
El local se ilumina con la sonrisa arrebatadora que hoy lleva puesta Alberto; alto y guapo, seguro y casi arrogante; simpático y canalla; así era y de esa manera había enamorado a Eloísa.
-Hola, cariño ¿qué tal?
-Como siempre, con media hora de retraso.
-¡Eh! No empecemos. Sabes de sobra que tenemos mucho trabajo que es fin de trimestre –Alberto se acerca a Eloísa y le besa en la mejilla.
-Claro, claro y cuando no es fin de trimestre es fin de semana y si no de mes –Eloísa mueve el vaso haciendo sonar los cubitos.
-¿Qué estás tomando? ¿Un güisqui? ¿No es un poco pronto? ¡Pepe, ponme otro, anda! –Alberto se quita la americana y la deja sobre la silla con mucho cuidado y se sienta en frente de Eloísa- ¿Sabes? Hoy el jefe me ha dicho que en cuanto acabemos el trimestre me va a dar la dirección de la sección de Declaraciones ¿Qué? ¿No dices nada, mujer de poca fe? Sólo había que tener paciencia. Ese puesto es una pasta gansa más al mes, un poco más de currelo, pero no importa…
Eloísa, de un trago, acaba el güisqui como si necesitara acopio de valor para preguntarle a Alberto lo que a fuerza de haber sido repetido no tenía ni que pensar antes de ser pronunciado:
-Oye, y el puesto ¿te va a dejar tiempo para que nos casemos algún día no muy lejano?
-No empecemos, Elo, sé un poco comprensiva, ¿cómo le voy a pedir días de permiso al jefe nada más aceptar el cargo? Eso quedaría muy mal ¿no crees?
-Claro, claro –ella mira para otro lado intentando ocultar su disgusto.
-¿Qué pasa? ¿Ya te ha hecho efecto el güisqui? No debías haber bebido con el estómago vacío, cari. ¿Quieres algo para picar? Voy a pedirle un pincho de tortilla a Pepe, la Charo la borda –Eloísa no abandonaba la mueca de desagrado de su boca-. Va, Elo, va. Siempre igual, no me presiones, mujer. Sabes de sobra que te quiero – Alberto se levanta y acerca la silla a la de Eloísa-. Anda, ven, tonta –le dio un beso en la boca, largo y suave como sabía que le gustaban a ella-. Eres mi chica, eso no lo dudes nunca. Qué bien hueles, ladrona. Si consigo ascender en la gestoría, ganaré más y podremos vivir mejor, lo hago por eso, pensando en nosotros. Ahora que te veo de cerca, qué guapa estás hoy, cielo –Alberto sopla el cuello de Eloísa manteniendo los labios muy cerca de su piel, lo que hace desaparecer el mohín del rostro de ella.
-Junto con lo que yo gano tenemos suficiente para vivir bien, no hay que esperar más. Hace mucho tiempo que conoces lo que deseo y no paras de retrasarlo, de poner trabas…
-No, no son trabas, son metas que nos facilitarán mucho más que llegar a fin de mes –Alberto le acaricia la cara y le retira algún mechón que ha caído desobediente sobre la mejilla acalorada de Eloísa-.
-Siempre, me dices lo mismo, Alberto, siempre. El tiempo se acaba, no somos tan jóvenes…
-Mi chica guapa, ¡si somos dos críos! –girándose hacia la barra le grita a Pepe-: ¡Ponnos un pincho de tortilla!
-No sé cómo lo haces, pero siempre consigues que no me enfade contigo, joder –Eloísa se sentía una mujer frágil en manos de Alberto, pronto una sonrisa casi bobalicona acompaña a unos ojos brillantes de amor y de deseo por el chico más guapo del instituto.
-Será porque me quieres mucho –y Alberto atrapó a Eloísa en un beso mucho más largo y húmedo que el primero-.
-¡Eh, eh! Dejad sitio pa la tortilla que está calentita.


Alberto
Iba por el segundo güisqui y no se calmaba. Nunca le había puesto tan nervioso hablar con una chica y, mucho menos, con Eloísa. Siempre acababa convenciéndola, dirigiendo su voluntad hacia el camino que él deseaba. Ese camino era el de su conveniencia, el de sus apetencias de seguir libre. Libre. Se tapó la cara con las manos, sentía vergüenza de sí mismo, culpa. Tenía que retroceder muchos años, hasta su infancia, para sentir una bola enorme en el estómago que le impedía pensar en otra cosa que no fuera el momento en que acusó a un vecino por una travesura que hizo él. En esta ocasión, la bola es tan formidable que debe engullir el güisqui para poder enviarlo al estómago con la suficiente fuerza como para no ser devuelto a la boca. Sentía el olor de su sudor ganando la partida a la colonia que Elo le regaló la última Navidad. Ella siempre tan cariñosa y paciente, cuántas veces se lo habían dicho, hasta Pepe y Charo, los dueños del bar. Todo el mundo lo sabía, todo el mundo veía que no se merecía a una mujer tan maravillosa como Elo, todo el mundo menos él que quería seguir ciego, disfrutando de la vida, haciendo gamberradas de adolescente y ligando con cualquier cosa que llevara faldas bajo el auspicio de la tranquilidad que proporciona el saber que siempre habrá un pecho generoso donde poder regresar después de la batalla. Había algo que todavía soportaba menos que a sí mismo, era el dolor que iba a producirle a Elo, pensar en sus lágrimas, en su angustia, en sus sueños rotos, en el tener que dar la razón a todo el mundo sobre lo hijo puta que es tu novio… Si pudiera asegurar que perderla para siempre iba a paliar el sufrimiento de Elo, si pudiera… Se juró a sí mismo que, si lo perdonaba, se casarían enseguida y nunca más volvería a las andadas. Nunca, lo juro.
-No me lo puedo creer, me voy a desmayar: ¡Has llegado antes que yo! -la voz un poco aguda de Eloísa, devuelve a la realidad la atormentada mente de Alberto.
Eloísa le da un beso en la mejilla y se sienta sonriente. Acto seguido vuelve a levantarse para quitarse el abrigo y dejar el bolso en otra silla.
-Es que no me lo puedo creer. Esto va a haber que celebrarlo. Si estás aquí tan pronto es por algo, me has de dar una noticia ¿a que sí? –Su cara resplandecía de alegría.
Se sintió un cabrón de marca mayor, un reptil que va a herir de muerte a la más bella y dócil criatura.
-Tengo algo que decirte –dijo circunspecto él-. No es una buena noticia.
-No te han dado el ascenso, es eso ¿verdad? Es por eso que has estado tan raro toda la semana ¿no? Va, cariño, no pasa nada, ya te lo darán, no has de ponerte así por…
-No es eso –Alberto bajó la mirada-.
-Venga, dime qué es. Entre los dos lo superaremos, verás – Eloísa apretó con fuerza la manos de Alberto que se sentían viles y crueles-.
-Por nada del mundo quisiera hacerte daño, te quiero mucho, Elo, mucho, eres la mujer de mi vida, pero a veces suceden cosas que uno no puede remediar…- y los ojos de Eloísa nunca le parecieron tan infinitos ni su mirada tan dolorosa. Se mordió los labios aguantando, solo un instante más, el tacto de su piel-.
Eloísa, en un acto reflejo, soltó las manos de su novio.
-Sobre todo no me mientas, Alberto, dime lo que tengas que decirme, pero no me mientas.
Alberto llevaba todo el día ensayando su discurso. Quería hacerlo corto y conciso y, si fuera posible, tan indoloro como el pinchazo de un alfiler en la yema de un dedo. Ser consciente de que el dolor que le iba a infligir no era merecedor de perdón le rompía el alma y le ahogaba el pecho.
-Hace un par de meses conocí a una chica. Empecé a tontear con ella, sin ánimo de nada, únicamente por diversión –Alberto no tenía valor para mirarle a la cara-, pero la cosa se complicó cuando ella no paró de seguirme, de buscarme… Al final, nos enrollamos. La semana pasada quedé con ella para dejarlo, ya me había cansado, nunca significó para mí más que una aventurilla, te lo juro, y fue cuando me dijo que estaba embarazada… -entonces miró a Eloísa que lloraba en silencio y le clavaba los ojos como quien estudia a un ser que provoca asco-. Le he exigido la prueba de paternidad, no estoy seguro de que sea hijo mío, creo que sólo quiere pillarme, porque no hay otra cosa, te lo juro, no hay nada más entre ella y yo.
Alberto esperó un milagro, creía firmemente en el amor de Eloísa, en su fuerza de corazón, intentó confiar en que ella se apiadaría de él, que sentiría compasión y le ofrecería, como siempre, sus brazos abiertos. Pensó que su sinceridad podía ser correspondida por el perdón, por un agua bendita que lavara todos los pecados y regalara una nueva vida. El rostro de Eloísa se endureció, se transformó en una piedra llorosa que desprendía odio y no amor, un rechazo tan punzante que el latido de Alberto se alteró. Eloísa se sorbió los mocos y pasó la manga de su brazo derecho para secarse las lágrimas, se puso en pie y, en un tono de voz firme, le espetó antes de abandonar el bar:
-Ojalá ese hijo sea tuyo, Alberto. Pon en venta el piso.
Alberto lloró como aquel niño mentiroso que tuvo pesadillas.
© Anabel

domingo, 5 de abril de 2009

Amigas en los bolsillos




Internet me ha otorgado la gran suerte de poder conocer a gente estupenda, a personas con las que nunca hubiera tenido contacto si no hubiera sido a través de esta red, personas con las que comparto mucho más que comentarios, afinidades y aficiones, comparto sentimientos y mucho cariño.


Una de estas personas es Marcela, de "Mujeres de 40 y más" que siempre ha sido muy amable y considerada conmigo. En una patente muestra de generosidad y confianza ciega, me pidió que escribiera algo para su blog, cosa que me preocupó bastante pues no sabía si era capaz de estar a su nivel.


Resultó una pequeña narración titulada "Piedras en los bolsillos", muy intimista y personal, como muchas cosas mías. Espero que os guste.
Gracias, Marcela, ha sido un honor.
Y daos una vuelta por su blog: lo vais a disfrutar.
Con estas amigas en los bolsillos, volar y soñar es tremendamente fácil.

Suelo volar con facilidad.


Consigo hacerlo en cualquier sitio y en casi cualquier circunstancia. La única energía que necesitan mis alas para emprender el vuelo es ansiar huir. En un parpadeo, me elevo por encima del mundo y lo observo desde la distancia que proporciona el aire, el azul y las nubes.


Adopto un estadio en el que las sensaciones dirigen las ideas. Lo que siento es absoluto y, desde esa certeza, se abre el abanico infinito en donde soy dueña de un escurridizo destino.


Con las alas extendidas, me enfrento al miedo envuelta en un halo de atrevimiento y recursos. Fuerte, serena y libre para emprender cualquier proyecto, cualquier ilusión que permanezca enterrada bajo las sábanas de la desidia. Me convenzo de que los obstáculos son salvables y que el optimismo es la mejor arma; de que las emociones son mis aliadas y no debo reprimirlas; de que puedo y sé.


Todo es posible en mi dimensión. Hasta tu amor por mí. Convencida de que me deseas tanto como el nudo de tu estómago te ata a mí. Logro saborearte con tal nitidez que, cuando te vuelva a ver, me vanagloriaré de haber estado en tu boca. Justo entonces abro los ojos y me veo a mí misma como una pobre diablilla que se alimenta de fatuas ilusiones. Algo se rompe dentro de mí, probablemente alguna pluma.


Me salen muy caros estos viajes a ninguna parte, por eso siempre llevo piedras en los bolsillos.





© Anabel

martes, 24 de marzo de 2009

Producto de temporada



¿No la oléis? Sus rayos de luz ya empiezan a invadirnos en las tardes más largas y en las temperaturas más suaves. Los almendros y los cerezos florecen y nubes de esporas nos avisan de que los alérgicos debemos estar en guardia. Preparamos nuestros tiestos, nuestras ropas frescas y de alegres tonalidades, las sandalias quitan el puesto a las botas y pintamos de rosa nuestro sentir. Asoma por el calendario el preludio de unas fantásticas vacaciones y un sol apoteósico. Se nos antoja que cualquier cosa es posible, que sólo se puede ir a mejor; se abren las puertas y las sonrisas, se enseñan escotes y descapotables. Llega, llega la primavera: echad la alfombra roja.
Pero, en aquellos días tan soleados que pareciese que la vista alcanzase hasta más allá de la línea del horizonte, me gustaría poder comprar un paquetito de niebla, como quien compra un quilo de fresas en pleno diciembre. Una niebla fina, pero espesa, húmeda, pero no mojada, que teja una burbuja opaca alrededor mío, donde me sienta protegida del exterior y sólo pueda percibir lo que realmente desee. Escondida detrás de moléculas de vaho, a salvo de miradas y comentarios, libre en mi reducido universo, puedo huir de la excesiva belleza, de la empalagosa confraternización, de la luz en demasía, de la ceguera de poder verlo todo.
Debería haber guardado un poco de niebla en un bote de cristal, como quien guarda una naranja en el bolsillo por si la sed aprieta, para escapar de las canículas y poder reconfortarme en la tibieza de una manta y el calor de una taza de té.

© Anabel

viernes, 13 de marzo de 2009

Recopilatorio de causas perdidas


Lavarme las manos en el barro de tu corazón,
respirar efluvios venenosos de flores con espina,
despilfarrar el tiempo pensando utopías,
escuchar los suspiros del alma de las paredes,
anochecer temprano para huir lejos,
amanecer tarde para no regresar jamás.

Apuestas imposibles
de axiomática inutilidad,
de intachable demencia;
ininteligibles ideas
pululando por mi aislada habitación
que atrapa las libélulas con miel
para luego arrancarles las alas
despacio,
de una en una.

Exvotos volátiles,
perecederos paleópteros
llenan a rebosar el cofre de los tesoros
de mis causas perdidas.
© Anabel

domingo, 1 de marzo de 2009

Terciopelo Húmedo




“¡Ta,ta,tadeo el tar, tar, tartaja!”
A pesar de que se supone que el avance de curso conlleva mayor maduración y acopio de inteligencia, la poca originalidad de los compañeros de clase se hacía patente cada año y lo peor era que Tadeo no podía contestarles pues, antes de que hubiese acabado la réplica, se habrían ido con muecas de aburrimiento o habrían vuelto a mofarse de él. No le quedaba más remedio que callar, pasar por delante de ellos como si estuvieran contando un chiste malo hasta llegar al pupitre. Calvario que se repetía cada mes de septiembre. Las chicas suponían un camino mucho más tortuoso. A la mayoría les daba pena; muy educadas y cariñosas, le hacían caso con cierta dosis de curiosidad, pero al cabo de unos minutos, la impaciencia innata en los niños no era capaz de esperar a que acabara la oración y la inconsciencia las cogía desprevenidas cuando alguna risilla se les escapaba por entre esos dientes intermitentes. Aburridas, al segundo trimestre, le habían perdido la compasión. Tadeo aprendió, mucho antes de poder decir su nombre de un tirón, que su vida iba a ser muy solitaria.
Su introspección crecía con la edad, sólo encontraba placer en la lectura y en la música. Las vacaciones de verano, hasta cumplir los dieciséis, las había invertido en aprender a tocar la guitarra y en hacerse una biblioteca de literatura fantástica, aficiones que le obligaban a construir un mundo interior rico, libre de miradas expectantes por ver cuánto más iba a repetir la misma sílaba. Averiguó que era rápido de pensamiento, que sus manos no tartamudeaban con las cuerdas de una guitarra, ni su voz cuando las acompañaba con las letras de las canciones que componía. Descubrió que podía encontrarle un sentido a la vida en soledad y dejó de desear haber nacido ciego.
Tan ensimismado en erigir su universo particular pasó el verano que no se dio cuenta de que su exterior había crecido unas cuantas pulgadas y lo que le rodeaba le pareció más pequeño, más insignificante que cuando estaba a su misma altura. Sorprendentemente, ningún pasillo de niños le esperaba para recibirlo con la consabida cantinela, llegó hasta el pupitre como uno más. Miró hacia delante y hacia atrás esperando que todo fuera el preparativo de una broma mayor, pero empezó la clase sin haber oído la frase tan temida. Intuyó, por primera vez, en qué podía consistir ser normal. En el recreo, mientras leía “El Retorno del Rey”, oyó una voz dulcemente femenina que le hablaba. Levantó la vista y vio a la chica más hermosa que jamás hubiera imaginado que existiera más allá del mundo de las hadas y los elfos. En un acto reflejo, apretó los labios, volvió a poner la mirada sobre el libro con la esperanza de que ella se sintiera menospreciada y se fuera para evitarse el bochornoso trance de iniciar una conversación.
-Te digo que a mí también me gusta mucho “El Señor de los Anillos”. ¿Sabes que Tolkien era un profesor de universidad que se inventó todo un universo y hasta un idioma?
Tadeo suspiró, no iba a tener más remedio que abrir la boca.
-Sí.
-Me llamo Elisa, soy nueva aquí, a mi padre lo trasladaron este verano. La verdad es que no me gusta mucho esta ciudad, es muy pequeña, provinciana, prefiero la capital, es más emocionante. ¿Has estado alguna vez en Madrid?
-No.
-¿Es que quieres que me vaya? –esos ojos almendrados le obligaban a responder.
Un silencio que a Tadeo le pesaba como el hierro, se apoderó de la corta distancia que había entre los dos. Le hubiera gustado decirle tantas cosas, pero no iba a lograrlo, al menos en un tiempo prudencial, así que debía ser breve y elegir bien qué decir.
-No, no tevayas. Me, me, me gusta oírte –cerró el libro, se acercó a ella un poco más y le prestó toda su atención-. Me, me, mellamo Ta, ta, tadeo.
Si Arwen tenía una sonrisa no podía ser más bella que la de Elisa, tras la que comenzó a explicarle el horrible verano que había tenido, que había dejado a todos sus amigos en Madrid, que estaba muy enfadada con sus padres, que el instituto al que iba a ir era mucho mejor que éste… Tadeo escuchaba cómo pronunciaba las eses al final de palabra, como las dejaba sonar tan sólo un instante más, cómo tomaba el aire en los momentos justos para hacer la pausa, cómo se apartaba su melena castaña con las dos manos, la retorcía formando una cuerda de aspecto sedoso y lo miraba a los ojos como si no supiera de su tartamudez.
-Si, si, siquieres, te, te, tedejo “Las, las, las dosTorres”.
-¿De verdad? Me encantaría, perdí el libro en el traslado y no lo he podido acabar. ¿Me lo traerás mañana?
-Sí.
-¿No te olvidarás?
-No.
Elvira rió, era una risa limpia y clara como el chorro de una fuente. Él la miró reticente, imaginó que se estaba burlando de él.
-Eres la persona que mejor me escucha del mundo.
-Esque, hablo, muy, muy, muymal –Tadeo no pudo evitar sonrojarse.
-No te preocupes, yo hablaré por los dos, tú sólo tendrás que escucharme –y volvió a refrescarse el aire con su risa-.
Estaba dispuesto a escucharla toda la vida si eso le permitía rozar sus labios con la yema de los dedos, incluso por nada.
Lo primero que hizo al llegar a casa fue meter en la mochila el segundo volumen de “El Señor de los Anillos” y bendecir el día en que compró la trilogía con todos sus apéndices; agarró unas cuantas canicas, se las metió en la boca y empezó a hacer lo que se había jurado que nunca haría: practicar frente al espejo.
Por primera vez en su vida estaba ansioso por ir a clase, por alcanzar la última manzana antes del instituto para verla llegar desde lejos, por ser salpicado por su risa y su pelo, por sentir su mano sobre el brazo, por oír esa voz maravillosa. El trimestre pasó mucho más rápido de lo que hubiera deseado, pero la semana de exámenes redimió la premura del tiempo. Tadeo ayudaba a Elvira con las matemáticas y pasó varias tardes en su casa merendando, mirando vídeos por YouTube, oyendo música, jugando con los números y miradas furtivas. La tarde anterior al control, el estómago de Tadeo era tan pequeño que no podía ingerir ni una patata frita de las que la madre de Elisa les ponía junto con una botella de Coca-Cola. Se había pasado toda la noche ensayando frente al espejo con la boca llena de canicas la frase que desde hacía semanas quería decirle. Respiró profundo y pensó que el mundo no era de los cobardes. Se giró y cogió por los hombros a Elisa, abrió la boca y salió un te repetido; así que echo mano del plan dos: lanzó sus labios sobre los de ella. Elisa no se apartó, le miró con una gran dulzura y sonrió. Tadeo pensó que había llegado el momento de saber a qué sabe una boca que no tartamudea. Besó primero, tímidamente, el labio superior, luego, más decidido, el inferior y se abrió paso con su lengua que, asombrosamente, no temblaba en absoluto. Descubrió que podía haber un mundo en la boca de una mujer, que podía ser infinita la cavidad de los que no tienen eco, saboreó su lengua dulce, como no podía ser de otra manera, con el punto de sal de las patatas fritas. Hubiera seguido una hora más, pero pensó que no podía abusar y, suavemente, se separó. Elisa seguía con los ojos cerrados y la boca entreabierta. No pudo evitar tocar esos labios con las yemas de los dedos. Terciopelo húmedo.
En el segundo trimestre, la noticia de la relación del tartaja con la “buenorra” de Elisa había despertado muchas envidias y comentarios de incredulidad de algún que otro repudiado por la madrileña. Uno de los últimos, Julián, un matón del curso superior, esperó a Tadeo una tarde en el patio. Empezó a insultarle con la misma retahíla de improperios de siempre; Tadeo, inmunizado de tanta estupidez, pasó de largo sin prestarle la más mínima atención.
-Que sepas, tartaja, que Elisa es una zorra, pero tú no tienes huevos de pasar de darle besitos. ¿Qué te has creído?, ¿que un tartaja de mierda se la va a tirar? Antes se irá con un tío de verdad, uno como yo. Ya lo verás, esa quiere un hombre no un disminuido como tú.
Tadeo no sabía que la ira pesaba, que su sabor era como hiel en la lengua que le obligaba a tener nauseas ante tanto desprecio. Se le amontonaron todas las palabras de odio en la garganta e intentaron salir propinándose empujones unas a otras en un lenguaje perfectamente adoptable por los orcos, orcos enfurecidos escupiendo por la boca la sangre que ya no les cabe en la cabeza. Julián no podía contener las carcajadas al verlo en semejante estado, se doblaba mientras Tadeo se acercaba a él enfurecido.
-Ay, que me parto, Dios, qué patético eres, si te viera Elisa se partiría de ri, ri, risa, ja, ja, ja.
Cargó todo el rencor contenido durante tantos años en el puño derecho proyectándolo contra su cara. Julián cayó largo al suelo, con la nariz rota y la cara ensangrentada.
-Elisa no es una puta, gilipollas.
Tadeo fue expulsado del instituto por una semana. Si alguna vez hubiera tenido el respeto de sus compañeros podría haber dicho que lo había recuperado, pero eso no le importaba ya. Al enterarse de su hazaña, Elisa fue corriendo a su encuentro, en cuanto lo vio, se echó en sus brazos y le besó. Era el mejor premio que podía recibir.
El tercer trimestre se presentaba sombrío, aterrador. Un ascenso obligaba al padre de Elisa a mudarse a las Islas Baleares esta vez. Ella había intentado por todos los medios convencerlo de que se mudara sólo él o que la dejara a ella al menos durante el verano, antes de que comenzara el nuevo curso. No hubo forma, a finales de junio Elisa desaparecería de la vida de Tadeo. Los dos jóvenes decidieron pasar juntos el mayor tiempo posible, con la excusa de los deberes, no les fue difícil lograrlo. Elisa planeaba viajes para el verano en los que poder verse, Tadeo asentía con la cabeza a todo lo que ella ideaba, verla tan preocupada por no poder estar juntos le complacía pues era la mejor muestra de que sentía algo por él. Una tarde, en casa de Tadeo, Elisa ideaba el enésimo viaje.
-Mira, en esta página de Internet, he encontrado unos billetes de ferry muy baratos si los compro ahora, lo malo es que hay que pagarlos con tarjeta de crédito y yo no tengo. Puedo quitársela a mi madre, para cuando se entere ya estarán comprados…
Se sentía culpable por disfrutar de su dolor. Posó los dedos sobre sus labios aguantándolos unos segundos para deleitarse con el terciopelo húmedo; sacó la guitarra del armario empotrado, se sentó en la cama y le cantó una canción que había compuesto para ella.
-Te quiero, Elisa –le dijo cantando en la última estrofa.
Se besaron con ansía, dejando atrás los pudores, los miedos. Elisa le desabrochó los pantalones y Tadeo la paró.
-Si tú no, no, noquieres, yo no quiero obligarte…
-¿No lo deseas, Tadeo?
-Pu, pu, puesclaro.
-Pues calla y bésame que lo haces mucho mejor.
Sólo con el ensayo de los sueños y los deseos, abrieron el paquete del sexo con torpeza, con el asombro de lo nuevo, con el ansia de quien recibe un regalo inesperado. El cuerpo desnudo de Elisa era lo que compensaba los esfuerzos y penurias, las horas de soledad, las palabras contenidas. Era lo que más quería y deseaba en el mundo, más que superar la tartamudez. Descubrió que el terciopelo húmedo se extendía por toda su piel y conquistó parajes vírgenes que se le entregaron completamente. Sintió morirse dentro de ella, romper el caparazón que durante dieciséis años le había constreñido; se sintió resucitar y crecer y volar e invadió los ojos almendrados que repetían su nombre en un suave tartamudeo.

Llegó el temido junio con un apacible calor y un sol compasivo que iluminaba un paisaje que no podía ser alegre. Le dolía el estómago al recordar las lágrimas de Elisa despidiéndose desde la ventanilla de atrás del coche, señalándole el anillo, en alfabeto tengwar edición limitada, que adornaba su dedo.
Aquel verano hubo dos huecos en Tadeo: uno enorme en el corazón y otro en la biblioteca. El último, nunca lo repondría.

© Anabel