lunes, 20 de abril de 2009

Eloísa y Alberto - I


Eloísa
Einstein estaba en lo cierto con aquello de la relatividad: el reloj avanza a su paso, seguro y sin pausa, cada segundo es igual que los que le han precedido, sin embargo el tiempo no transcurre de la misma manera para nadie. A Eloísa cada minuto se le hace más largo que el anterior, más cargado y denso, a pesar de estar acostumbrada a esperar. El humo del bar, el ruido, el tintineo de copas y platos, las acuarelas de la costa francesa que decoran las paredes, todo ayuda a que el tiempo parezca un niño caprichoso y travieso que sólo corre cuando a él le apetece. Al principio, las esperas le parecían que formaban parte del juego amoroso, de la máxima lo bueno se hace esperar, y disfrutaba los momentos antes de que llegara Alberto imaginando cómo iría vestido y si se habría puesto la colonia que ella le regaló por Navidad. Pero en los últimos meses no había tiempo para pensar en eso, aunque cada vez él llegara más tarde. Eloísa sentía que había encontrado la totalidad del tiempo perdido del resto del mundo y que todo él era contabilizado en su cronómetro biológico; mucho tiempo invertido en una pasividad, en un punto muerto que la convertía en un muñeco en manos del calendario y de la indecisión de Alberto. Los treinta años la empujaban a querer dibujar un futuro definido, claro, más allá de hoy te veo a las ocho y mañana no podré quedar que tengo trabajo o he quedado con los colegas; más allá de pon las cortinas que quieras en el piso, mi amor, hazlo como tú quieras, pero no me hagas ir a comprarlas; si aún somos jóvenes, cariño, espera, espera a que me den el puesto de jefe de la sección de Declaraciones… Esperar eso era a lo que la vida de Eloísa se podía reducir y estaba muy cansada de sentir el peso de cada hora sobre sus espaldas.
-¿Otro café, Elo?
-No, gracias, Pepe… Mira, tráeme un güisqui, anda.
-Marchando un güisqui para la morenaza –gritó Pepe al camarero de detrás de la barra.
En cuanto pidió el güisqui se arrepintió, el alcohol le menoscababa el control de las emociones y le hacía decir cosas que luego, cuando se encontraba a solas con la almohada, le hacían sentirse ridícula y estúpida, como una débil mujer que no tiene fuerza de voluntad, que en cuanto recibe un par de besos y caricias se olvida de sus renuncias por sentir al amor de su vida cerca.
El local se ilumina con la sonrisa arrebatadora que hoy lleva puesta Alberto; alto y guapo, seguro y casi arrogante; simpático y canalla; así era y de esa manera había enamorado a Eloísa.
-Hola, cariño ¿qué tal?
-Como siempre, con media hora de retraso.
-¡Eh! No empecemos. Sabes de sobra que tenemos mucho trabajo que es fin de trimestre –Alberto se acerca a Eloísa y le besa en la mejilla.
-Claro, claro y cuando no es fin de trimestre es fin de semana y si no de mes –Eloísa mueve el vaso haciendo sonar los cubitos.
-¿Qué estás tomando? ¿Un güisqui? ¿No es un poco pronto? ¡Pepe, ponme otro, anda! –Alberto se quita la americana y la deja sobre la silla con mucho cuidado y se sienta en frente de Eloísa- ¿Sabes? Hoy el jefe me ha dicho que en cuanto acabemos el trimestre me va a dar la dirección de la sección de Declaraciones ¿Qué? ¿No dices nada, mujer de poca fe? Sólo había que tener paciencia. Ese puesto es una pasta gansa más al mes, un poco más de currelo, pero no importa…
Eloísa, de un trago, acaba el güisqui como si necesitara acopio de valor para preguntarle a Alberto lo que a fuerza de haber sido repetido no tenía ni que pensar antes de ser pronunciado:
-Oye, y el puesto ¿te va a dejar tiempo para que nos casemos algún día no muy lejano?
-No empecemos, Elo, sé un poco comprensiva, ¿cómo le voy a pedir días de permiso al jefe nada más aceptar el cargo? Eso quedaría muy mal ¿no crees?
-Claro, claro –ella mira para otro lado intentando ocultar su disgusto.
-¿Qué pasa? ¿Ya te ha hecho efecto el güisqui? No debías haber bebido con el estómago vacío, cari. ¿Quieres algo para picar? Voy a pedirle un pincho de tortilla a Pepe, la Charo la borda –Eloísa no abandonaba la mueca de desagrado de su boca-. Va, Elo, va. Siempre igual, no me presiones, mujer. Sabes de sobra que te quiero – Alberto se levanta y acerca la silla a la de Eloísa-. Anda, ven, tonta –le dio un beso en la boca, largo y suave como sabía que le gustaban a ella-. Eres mi chica, eso no lo dudes nunca. Qué bien hueles, ladrona. Si consigo ascender en la gestoría, ganaré más y podremos vivir mejor, lo hago por eso, pensando en nosotros. Ahora que te veo de cerca, qué guapa estás hoy, cielo –Alberto sopla el cuello de Eloísa manteniendo los labios muy cerca de su piel, lo que hace desaparecer el mohín del rostro de ella.
-Junto con lo que yo gano tenemos suficiente para vivir bien, no hay que esperar más. Hace mucho tiempo que conoces lo que deseo y no paras de retrasarlo, de poner trabas…
-No, no son trabas, son metas que nos facilitarán mucho más que llegar a fin de mes –Alberto le acaricia la cara y le retira algún mechón que ha caído desobediente sobre la mejilla acalorada de Eloísa-.
-Siempre, me dices lo mismo, Alberto, siempre. El tiempo se acaba, no somos tan jóvenes…
-Mi chica guapa, ¡si somos dos críos! –girándose hacia la barra le grita a Pepe-: ¡Ponnos un pincho de tortilla!
-No sé cómo lo haces, pero siempre consigues que no me enfade contigo, joder –Eloísa se sentía una mujer frágil en manos de Alberto, pronto una sonrisa casi bobalicona acompaña a unos ojos brillantes de amor y de deseo por el chico más guapo del instituto.
-Será porque me quieres mucho –y Alberto atrapó a Eloísa en un beso mucho más largo y húmedo que el primero-.
-¡Eh, eh! Dejad sitio pa la tortilla que está calentita.


Alberto
Iba por el segundo güisqui y no se calmaba. Nunca le había puesto tan nervioso hablar con una chica y, mucho menos, con Eloísa. Siempre acababa convenciéndola, dirigiendo su voluntad hacia el camino que él deseaba. Ese camino era el de su conveniencia, el de sus apetencias de seguir libre. Libre. Se tapó la cara con las manos, sentía vergüenza de sí mismo, culpa. Tenía que retroceder muchos años, hasta su infancia, para sentir una bola enorme en el estómago que le impedía pensar en otra cosa que no fuera el momento en que acusó a un vecino por una travesura que hizo él. En esta ocasión, la bola es tan formidable que debe engullir el güisqui para poder enviarlo al estómago con la suficiente fuerza como para no ser devuelto a la boca. Sentía el olor de su sudor ganando la partida a la colonia que Elo le regaló la última Navidad. Ella siempre tan cariñosa y paciente, cuántas veces se lo habían dicho, hasta Pepe y Charo, los dueños del bar. Todo el mundo lo sabía, todo el mundo veía que no se merecía a una mujer tan maravillosa como Elo, todo el mundo menos él que quería seguir ciego, disfrutando de la vida, haciendo gamberradas de adolescente y ligando con cualquier cosa que llevara faldas bajo el auspicio de la tranquilidad que proporciona el saber que siempre habrá un pecho generoso donde poder regresar después de la batalla. Había algo que todavía soportaba menos que a sí mismo, era el dolor que iba a producirle a Elo, pensar en sus lágrimas, en su angustia, en sus sueños rotos, en el tener que dar la razón a todo el mundo sobre lo hijo puta que es tu novio… Si pudiera asegurar que perderla para siempre iba a paliar el sufrimiento de Elo, si pudiera… Se juró a sí mismo que, si lo perdonaba, se casarían enseguida y nunca más volvería a las andadas. Nunca, lo juro.
-No me lo puedo creer, me voy a desmayar: ¡Has llegado antes que yo! -la voz un poco aguda de Eloísa, devuelve a la realidad la atormentada mente de Alberto.
Eloísa le da un beso en la mejilla y se sienta sonriente. Acto seguido vuelve a levantarse para quitarse el abrigo y dejar el bolso en otra silla.
-Es que no me lo puedo creer. Esto va a haber que celebrarlo. Si estás aquí tan pronto es por algo, me has de dar una noticia ¿a que sí? –Su cara resplandecía de alegría.
Se sintió un cabrón de marca mayor, un reptil que va a herir de muerte a la más bella y dócil criatura.
-Tengo algo que decirte –dijo circunspecto él-. No es una buena noticia.
-No te han dado el ascenso, es eso ¿verdad? Es por eso que has estado tan raro toda la semana ¿no? Va, cariño, no pasa nada, ya te lo darán, no has de ponerte así por…
-No es eso –Alberto bajó la mirada-.
-Venga, dime qué es. Entre los dos lo superaremos, verás – Eloísa apretó con fuerza la manos de Alberto que se sentían viles y crueles-.
-Por nada del mundo quisiera hacerte daño, te quiero mucho, Elo, mucho, eres la mujer de mi vida, pero a veces suceden cosas que uno no puede remediar…- y los ojos de Eloísa nunca le parecieron tan infinitos ni su mirada tan dolorosa. Se mordió los labios aguantando, solo un instante más, el tacto de su piel-.
Eloísa, en un acto reflejo, soltó las manos de su novio.
-Sobre todo no me mientas, Alberto, dime lo que tengas que decirme, pero no me mientas.
Alberto llevaba todo el día ensayando su discurso. Quería hacerlo corto y conciso y, si fuera posible, tan indoloro como el pinchazo de un alfiler en la yema de un dedo. Ser consciente de que el dolor que le iba a infligir no era merecedor de perdón le rompía el alma y le ahogaba el pecho.
-Hace un par de meses conocí a una chica. Empecé a tontear con ella, sin ánimo de nada, únicamente por diversión –Alberto no tenía valor para mirarle a la cara-, pero la cosa se complicó cuando ella no paró de seguirme, de buscarme… Al final, nos enrollamos. La semana pasada quedé con ella para dejarlo, ya me había cansado, nunca significó para mí más que una aventurilla, te lo juro, y fue cuando me dijo que estaba embarazada… -entonces miró a Eloísa que lloraba en silencio y le clavaba los ojos como quien estudia a un ser que provoca asco-. Le he exigido la prueba de paternidad, no estoy seguro de que sea hijo mío, creo que sólo quiere pillarme, porque no hay otra cosa, te lo juro, no hay nada más entre ella y yo.
Alberto esperó un milagro, creía firmemente en el amor de Eloísa, en su fuerza de corazón, intentó confiar en que ella se apiadaría de él, que sentiría compasión y le ofrecería, como siempre, sus brazos abiertos. Pensó que su sinceridad podía ser correspondida por el perdón, por un agua bendita que lavara todos los pecados y regalara una nueva vida. El rostro de Eloísa se endureció, se transformó en una piedra llorosa que desprendía odio y no amor, un rechazo tan punzante que el latido de Alberto se alteró. Eloísa se sorbió los mocos y pasó la manga de su brazo derecho para secarse las lágrimas, se puso en pie y, en un tono de voz firme, le espetó antes de abandonar el bar:
-Ojalá ese hijo sea tuyo, Alberto. Pon en venta el piso.
Alberto lloró como aquel niño mentiroso que tuvo pesadillas.
© Anabel

domingo, 5 de abril de 2009

Amigas en los bolsillos




Internet me ha otorgado la gran suerte de poder conocer a gente estupenda, a personas con las que nunca hubiera tenido contacto si no hubiera sido a través de esta red, personas con las que comparto mucho más que comentarios, afinidades y aficiones, comparto sentimientos y mucho cariño.


Una de estas personas es Marcela, de "Mujeres de 40 y más" que siempre ha sido muy amable y considerada conmigo. En una patente muestra de generosidad y confianza ciega, me pidió que escribiera algo para su blog, cosa que me preocupó bastante pues no sabía si era capaz de estar a su nivel.


Resultó una pequeña narración titulada "Piedras en los bolsillos", muy intimista y personal, como muchas cosas mías. Espero que os guste.
Gracias, Marcela, ha sido un honor.
Y daos una vuelta por su blog: lo vais a disfrutar.
Con estas amigas en los bolsillos, volar y soñar es tremendamente fácil.

Suelo volar con facilidad.


Consigo hacerlo en cualquier sitio y en casi cualquier circunstancia. La única energía que necesitan mis alas para emprender el vuelo es ansiar huir. En un parpadeo, me elevo por encima del mundo y lo observo desde la distancia que proporciona el aire, el azul y las nubes.


Adopto un estadio en el que las sensaciones dirigen las ideas. Lo que siento es absoluto y, desde esa certeza, se abre el abanico infinito en donde soy dueña de un escurridizo destino.


Con las alas extendidas, me enfrento al miedo envuelta en un halo de atrevimiento y recursos. Fuerte, serena y libre para emprender cualquier proyecto, cualquier ilusión que permanezca enterrada bajo las sábanas de la desidia. Me convenzo de que los obstáculos son salvables y que el optimismo es la mejor arma; de que las emociones son mis aliadas y no debo reprimirlas; de que puedo y sé.


Todo es posible en mi dimensión. Hasta tu amor por mí. Convencida de que me deseas tanto como el nudo de tu estómago te ata a mí. Logro saborearte con tal nitidez que, cuando te vuelva a ver, me vanagloriaré de haber estado en tu boca. Justo entonces abro los ojos y me veo a mí misma como una pobre diablilla que se alimenta de fatuas ilusiones. Algo se rompe dentro de mí, probablemente alguna pluma.


Me salen muy caros estos viajes a ninguna parte, por eso siempre llevo piedras en los bolsillos.





© Anabel