lunes, 25 de mayo de 2009

Cuento ganador de la 1ª edición del concurso "Cuentos para despertar"






A mi hermana Elena, sin su insistencia no me hubiera presentado al concurso, a mi sobrina María, por prestarme una de sus estupendas ideas, y a Elísabet, mi hija, por ayudarme a corregirlo.

Mis padres me han regalado un camión chulísimo. Uno de esos que cargan muchos coches detrás. Es de color rojo con unas líneas brillantes en la cabina. Nos va de maravilla a mi hermano y a mí para el circuito que montamos en el suelo de la habitación. Lorién, mi hermano, es el dueño del garaje donde llevo a arreglar los coches rotos. Cuando nos cansamos, cambiamos de juego y entonces él hace de cocinero y prepara a mis muñecas unos platos riquísimos en la cocinita que los Reyes Magos le regalaron estas Navidades.
Aún no os lo he dicho: hoy es mi cumpleaños. Me llamo Ibón y ya tengo ocho años. Mi hermano se llama Lorién, bueno, eso ya lo he dicho y, dentro de poco, cumplirá seis. A él le hubiera gustado ser el mayor porque sabe que, después de los papás, soy yo quien manda en casa y él tiene que hacerme caso aunque lo haga de mala gana. Casi nunca discutimos, sólo se pone pesado si le entran ganas de jugar a las peluquerías. ¡Se empeña en cortarle el pelo a mis muñecas! Mamá dice que tiene mucho estilo, pero yo prefiero que practique con sus muñecas que las tiene a todas calvas de tanto cambiarles el peinado. Bueno, también discutimos por recoger la habitación. A mí nunca me apetece, me da mucha pereza, la verdad, pero a Lorién le gusta tener las cosas en su sitio y no soporta que le cambie sus juguetes de estantería.
Esta tarde, en cuanto mamá acabe de trabajar, nos iremos al “Children-Park” a celebrar mi cumpleaños. Mi mamá conduce un autobús. A Lorién y a mí nos encanta subir en el autobús que lleva mamá. Decimos a todos los viajeros que la que conduce es nuestra mamá y papá siempre nos dice que no molestemos y nos manda callar. Lorién de mayor quiere ser como mamá. Dice que él conducirá un autobús en el que, al comprar el billete, dará a los niños bocadillos de chorizo y Nocilla y a los mayores, sopa de macarrones. También ha pensado en hacer los autobuses más grandes para que todo el mundo pueda sentarse y así no haya gente maleducada que no les cede el sitio a los señores mayores o a las mujeres embarazadas. Creo que son buenas ideas y no entiendo cómo no se les han ocurrido todavía a los alcaldes de las ciudades.
Mi papá es el que manda en la escuela porque trabaja de conserje y el conserje tiene todas las llaves. Si un día se olvidase de abrir las puertas, ese día los niños no irían a la escuela. Todas las mañanas vamos los tres juntos al cole. Algunas veces, papá me da permiso para abrir la puerta de entrada y ese día soy yo quien deja entrar a los demás niños a las clases. A mí me encanta este trabajo porque todo el mundo te conoce y te respeta. Esta mañana, con la emoción de mi cumpleaños, mientras papá me cosía un botón de la bata, se ha pinchado un dedo. Yo, que tengo un maletín de médico, le he curado enseguida y le he puesto una tirita. A la salida del colegio, ya tenía la herida cerrada. De mayor quiero ser médico. Papá dice que para ser médico hay que estudiar duro y eso estoy haciendo. Así que practico mucho: cojo un libro con dibujos del cuerpo humano y voy buscando los músculos y los huesos en el cuerpo de Lorién. Él se está muy quieto, sólo se mueve si le hago cosquillas. La otra tarde vinieron a merendar unos amigos; estábamos jugando a médicos y, cuando vieron mi libro, se empeñaron en pintar de color negro el dibujo de una persona desnuda para hacerlo igual que Lorién. Les dije que no, no quería que me lo rayaran, además, una piel es una piel y todas se curan igual.
No me acuerdo muy bien del día que llegó Lorién. Creo recordar que papá y mamá estaban muy alegres, me cogían todo el rato en brazos, me daban besitos y me repetían el nombre de Lorién una y otra vez, como si me fuera a olvidar. Me parece que el abuelo Mariano no estaba muy contento porque no lo cogió ni una vez ni dijo lo guapo que era. A mí Lorién me gustó desde el primer momento, me miraba muy fijamente con sus ojos enormes y me seguía a todas partes. Al principio, me obedecía siempre, pero ahora incluso tiene más fuerza que yo. Lorién se convirtió en el nieto favorito del abuelo Mariano porque se sabía todos los jugadores de la selección nacional de fútbol, así que tuve que aprenderme todos los jugadores del equipo de mi ciudad para convencerle de que yo también merecía ir con ellos al fútbol a pasar las tardes de los domingos.
Esta tarde van a venir muchos amigos a mi fiesta. He dejado de invitar a unos cuantos que, como mamá dice, no saben ver más allá del color de la piel de Lorién, no son capaces de ver lo listo que es ni su alegría. He pensado que, si soy médico, tal vez pueda fabricar unas gafas que curen esa enfermedad de la vista. Son cosas, como las ideas de los autobuses de Lorién, que aún no se le han ocurrido a ningún alcalde, pero que no pueden ser muy difíciles de solucionar. Por eso tengo que estudiar mucho.
-¡Ibón, Ibón, que nos vamos!
Adiós, adiós, me voy a mi fiesta de cumpleaños. Si vosotros sabéis mirar, estáis invitados: habrá tarta para todos.

© Anabel

jueves, 14 de mayo de 2009

Al otro lado de tu catalejo


Soy lo poco que queda en el suspiro de cada noche,
la esquina más oscura de la nube de mi conciencia,
la luz temerosa por alumbrar donde no debe
para comprobar la certeza de tu existencia esquiva.

Soy, a veces, azul como la esperanza de un latido,
y otras, azabache caparazón de coleóptero extraviado,
quisiera ser amarilla como los girasoles de Vincent,
infinita como las estampas luminosas de Sorolla.

Soy tan tristemente dócil a las salivas pasionales,
tan abierta a tus exiguas salpicaduras de amor
que me tensiono ante cualquier lluvia fina
que se cuele por las goteras de mi calva experiencia.

Aunque hace mucho tiempo que dejé de pensar,
estoy porque me siento respirar el humo del incienso
que la distancia expele desde la orilla de lo imposible.
Y justo entonces es, cuando al otro lado de tu catalejo, soy.
© Anabel

sábado, 2 de mayo de 2009

Daniela y Miguel - II




Daniela
Paseó la mirada por aquellas marinas un poco cursis, enmarcadas con escaso gusto, que abarrotaban la pared de la zona de las mesas. Al parecer el bar había sido remozado no hacía mucho, sin embargo aquellas acuarelas habían sobrevivido a las obras. Miguel había insistido en quedar allí pues era un lugar discreto y apartado de la zona que ellos frecuentaban. Daniela encontró poco deleite en esos cuadros y se puso a la búsqueda de otro objetivo sobre el que posar los ojos y distraer los nervios.
-Aquí tiene, señorita, una cañita bien fría y el pincho de tortilla. Verá como le gusta mucho. Mi mujer tiene un secreto para hacerla –dijo el camarero poniendo mirada interesante.
-¿Sí? Vaya, y ¿no me dirá cuál es el secreto? -preguntó Daniela sin muchas ganas de ser respondida.
-El secreto está en cómo bate los huevos y eso, aunque parezca increíble, es una técnica francesa. Y hasta allí puedo leer –en un gesto rápido y gracioso el camarero se cerró los labios con cremallera y se fue hacia la barra. A pesar de su humor, le resultó divertido el camarero y el nudo del delantal detrás del que la oronda barriga parecía esconderse sin demasiado éxito.
Ir picando la tapa, aunque no tuviera hambre, la distraería un rato del “monotema” que había invadido su vida durante el último año. Le era imposible no pensar en él a todas horas y en cualquier circunstancia. La admiración que sentía por sus conocimientos, la facilidad para transmitirlos y contagiar de su entusiasmo a quienes lo escuchaban fue la primera cualidad que encandiló a Daniela. Aunque se ponía colorada en cuanto él le dirigía la palabra o tan sólo una fugaz mirada, eso no le impedía llegar antes que nadie a la clase para coger sitio en la primera fila. Verlo tan de cerca, oír los matices de su voz profunda y aterciopelada, observar sus gestos lentos, serenos acompañando con contundencia las explicaciones, oler su colonia… En el primer trimestre empezó a notar los efectos que el profesor producía sobre su metabolismo: dejó de tener apetito, se pasaba el día suspirando, soñaba con él acariciando su nuca, besándola hasta hacerla perder el sentido… Lo quiso negar, no era posible que una estudiante del último curso de Historia del Arte pudiera perder la cabeza de semejante manera por un cincuentón que abusaba de roídas americanas de pana con coderas. La evidente debilidad de Daniela dejó el camino sembrado hacia la cama del profesor. Fue el sexo con él lo que la conquistó completamente. Sólo con recordarse bajo su aliento, bajo la protección de su pecho velludo, invadida por todos sus años de experiencia y conocimientos, ungida por su sabiduría y virilidad le ponía la piel de gallina y le descubría que otro corazón podía latir dentro de su vientre.
Daniela le había pedido en repetidas ocasiones hacer pública la relación. Estaba cansada de tener que citarse a escondidas, en lugares donde no les conocieran, en pensiones que restaban romanticismo a los mejores momentos de su relación; todo debía ser un secreto. Ella había dejado atrás proposiciones de chicos de su edad, chicos atractivos, por estar con él unas horas a la semana. Necesitaba más, lo quería para ella las veinticuatro horas del día. Aceptar esta petición significaba acceder a un divorcio que Miguel retrasaba continuamente. Cuando, hacía dos días, el profesor de Iconografía Religiosa se le cercó brindándole su ayuda para la tesis, tras lo cual, le dio una sonora palmada en el culo, a Daniela se le abrieron los ojos y la verdad se le apareció rotunda delante de ella, entendió qué significaba para Miguel: un entretenimiento, un alivio, una alegría de la que disfrutaba en su madurez y de la que fardaba delante de sus compañeros de facultad. Llegar a este convencimiento la hacía sentir ahora una vergüenza mucho menos llevadera, más dolorosa, punzante como un alfiler en la boca de estómago. Saber que no era nada para Miguel nada más que un trofeo con el que presumir le hacía sentirse la mayor de las estúpidas: ella que se había creído capaz de enamorar a un hombre tan inteligente, de seducir a un gran hombre… Qué gran ilusa. Así que lo único que le quedaba era su orgullo, un tanto maltrecho, pero aún podría salvar algunas naves si se adelantaba a él y era ella la que cortaba la relación, porque no le cabía ninguna duda de que ésta era la última cita, de que la había citado allí para despedirse. En este barucho de mierda.
Lo vio entrar en el bar y, para imbuirse de valor y de fuerza vengativa, se bebió la cerveza de un trago.



Miguel
Intentaba descifrar si era más deseo que amor, pasión que cariño, pero no lograba resolver la ecuación. Una aventurilla, una más de las que había mantenido con alumnas a lo largo de su carrera, eso pensaba que significaba su affaire con Daniela. Al principio, le sorprendió que se sintiera atraída por él. Ella, una chica tan seria, con notas excelentes, con ideas muy claras sobre su futuro, tan especial, tan bella. No desaprovechó la ocasión de tener sexo con ella; hacía mucho tiempo que no se le brindaba la oportunidad de darse una alegría de ese tipo, incluso había llegado a pensar que ya había perdido su sex-appeal, que ya había entrado irremediablemente en el oscuro túnel de la vejez. Daniela era, posiblemente, la última de sus conquistas, el último de sus romances antes de entrar en la aburrida sequía de la senectud, en el último trecho antes de su jubilación. Pero no había calculado bien las consecuencias. Creyó que rememorar el sexo con jovencitas le iba a sentar bien, le iba a devolver un poco de juventud, de tiempo; nunca imaginó que llegara a necesitarla cerca suyo a todas horas. Comenzó la relación sin preocuparse mucho por si los veían juntos, incluso, secretamente, deseaba que así fuera para poder despertar la admiración y los celos de sus colegas, casi todos de menor edad. Luego, cuando no verla en primera fila o no sentir su mirada sobre la pizarra de sus explicaciones le producía desasosiego y falta de concentración, empezó a volverse extremadamente cuidadoso por ocultar las citas, por llevar con el máximo secreto y discreción la relación. Sus distracciones, tanto en clase como en casa, producían en los demás exclamaciones burlonas acerca de su inminente demencia senil. Sólo él sabía que su amor por Daniela le regalaba salud y tiempo, a pesar de los efectos secundarios.
Le había costado mucho decidirse, noches en vela y balances imaginarios, dolores de cabeza y algún que otro bajón de azúcar, pero al fin había tomado una determinación: iba a acabar sus días con Daniela. Ella le hacía sentir más que nada de lo que le rodeaba, más que su familia con hijos incluidos, más que su pasión, el arte clásico, más que la copita de coñac añejo después de la cena. Más, mucho más. La amaba, esa era la solución de la ecuación.
Llegaba al bar “La Percha” excitado y contento. Darle la noticia de que le había pedido el divorcio a su mujer la iba a impresionar después de tanto tiempo dándole largas para no tener que enfrentarse a una situación drástica y desagradable. Ver llorar a Luisa, deshecha, sin entender el cómo ni el porqué de su repentina determinación le había dolido, le había hecho sentir un mal hombre después de tantos años compartidos, pero su amor por Daniela era determinante. Lo que le empujó a dar el paso fue la conversación mantenida con su colega Francisco el día anterior. Era el único al que le había hablado abiertamente de su lío con Daniela, al único que le había contado detalles demasiado íntimos de su alumna favorita: si llevaba tanga, si le susurraba al oído, si le propinaba azotes, si le hacía desfiles en ropa interior, si gritaba cuando la follaba… Cuando Francisco le confesó que le había dado un “cachetito cariñoso” en el culo a Daniela, Miguel se lo devolvió en forma de puñetazo, dejando a su amigo tendido en medio de la calle. Se sintió un tremendo canalla, un pavo arrogante que se había ido contoneando de sus éxitos amorosos ocultando sus verdaderos sentimientos por aquella mujer. Era él el que se merecía el puñetazo; deseó que el golpe le hubiera dolido a él mismo y no a Francisco. Tenía que reconocer lo que le sucedía, tenía que decírselo al mundo, tenía que gritar que la amaba por encima de todo.
Vio a Daniela circunspecta, imaginó que estaría cansada de esperar y triste por no conseguir que él se divorciara; así que pensó que le daría una sorpresa enorme.
-Hola, cariño, perdona que llegue tarde, pero he tenido un asunto que solucionar –le dijo mientras se sentaba delante de ella.
-Con tu mujer, supongo –dijo Daniela muy seria.
-Pues sí –contestó Miguel guardando la compostura para no desvelar la sorpresa.
-Miguel, tengo que hablar contigo muy seriamente.
-Yo también he de decirte algo –pronunció Miguel ocultando su alegría-.
-Verás, esto se ha acabado.
-Pero ¿qué dices, Dani? Por Dios, si no sabes lo que te voy a decir, anda, anda, escucha…
-No, se acabó, ya no voy a escuchar más tus demencias de viejo, tus salidas de viejo verde. Tu aventurilla con esta alumna se terminó, ya puedes ir buscándote otra, ésta es historia.
Miguel no podía creer lo que estaba oyendo, no conocía esa voz tan dura e hiriente, sin ganas de conciliación, decidida a acabar lo que tenía que exponer, segura de lo que estaba pronunciando, cargada de flechas afiladas. Atónito no pudo replicarle nada.
-¿Te piensas que iba a seguir follando contigo hasta que te cansaras de mí? No, no; estás muy equivocado, soy yo la que te manda a hacer puñetas, la que ha decidido que ya ha tenido suficiente con tus sobresalientes que, al fin y al cabo, era lo que buscaba. O qué te habías creído ¿qué me gusta follar contigo? Eres un viejo patético y baboso. –Sin dejar respirar a Miguel, Daniela continuó salpicándolo con su odio-. Por cierto, me voy a enrollar con el de Iconografía Religiosa, sí, con tu colega Francisco. Me ha propuesto ayudarme con la tesis, ya sabes cómo va esto, y, la verdad, es más joven que tú, igual me da menos asco. En fin, tampoco hay que ser dramáticos: tú conseguiste lo que querías, sexo, y yo también, sobresaliente. Adiós, Miguel.
Daniela se levantó, cogió el bolso y se marchó sin mirar atrás taconeando la cerámica del suelo como si ella fuera la culpable del odio que acababa de expulsar.
El corazón de Miguel se sintió oprimido bajo el peso de cien años de arrugas y soledad.


© Anabel