viernes, 19 de junio de 2009

El roce de tu piel

No tienes ni puta idea de lo que hubiera pasado si tus pies hubieran decidido dar un paso más, sólo unos centímetros. No lo sabes, nos paró la cobardía: a ti, por no avanzar, a mí, por permanecer quieta. Me llegaron las caricias de tu parpadeo y el aleteo ansioso de tu respiración. Sólo un paso más y hubiera caído, hubiera quemado mis naves por arder en tus brazos, por perder mi escaso sentido común, por extraviar los papeles que nunca compulsé, por sentir tu aliento en el cielo del paladar. No tienes piedad, ni capacidad de prever la taquicardia que ciertas palabras tuyas producen en mi, no, no tienes piedad. He llegado a pensar que disfrutas haciéndome sufrir, que te deleitas en cada suspiro que me arrancas, que te relames en cada grado que me haces sudar, que te has apostado con el diablo del deseo a ver quién aguanta más, a ver quién sucumbe primero ante las imágenes sicalípticas de íncubos y súcubos, a ver.

Y creo que voy a perder, a perderlo todo, porque ya no me importa, porque ya me da igual, porque sólo tengo pesadillas por saber qué se siente al roce de tu piel.
© Anabel

martes, 2 de junio de 2009

Pepe y Charo - III y final


Pepe
-¿Para cuándo esa tortilla?-grita Pepe desde la barra.
-Para cuando esté hecha, ni antes ni después –le contesta una voz fuerte y segura desde la cocina.
-Va, Charo, que se está acabando y hay dos entrando por la puerta con cara de pedir pincho de tortilla de patatas –le ruega Pepe asomando su calva por entre los flecos de cuentas de la cortina.
Charo le saca la lengua y continúa dando vueltas a las patatas que se cuecen en el aceite.
-Le quedan cinco minutos, pesao –y coge un gran batidor y comienza a golpearlo contra un bol lleno de huevos con un ritmo y un arte únicos.
El sonido del batidor en manos de Charo cautiva a Pepe, es el soniquete que le traslada a Francia cada vez que la ve moviéndose de esa manera, cadencia que le recuerda todo lo que esa mujer significa para él.
La tortilla de patatas es el plato rey del bar “La Percha”. Pepe heredó el bar de su padre, Jaime, “el Percha”. Le apodaban así porque antes de abrir el bar, Jaime regentó una sastrería que se llamaba “La Buena Percha”. Cuando el negocio se fue a pique, el padre de Pepe abrió un bar en el mismo local y aprovechó algunas luces del letrero luminoso para mantener el nombre lo máximo posible. Hubo que rellenar el hueco que dejaba la palabra “Buena”, lo que se solucionó con el diseño de Pepe de una burbujeante jarra de cerveza. Pepe había querido ser pintor, de hecho el bar está decorado con acuarelas de paisajes de las costas de Bretaña y Normandía. En el verano del 87, Pepe se fue un par de semanas de camping a Francia. Sus sueños de ser paisajista aún seguían intactos; no salía de viaje sin sus herramientas de pintor. Al segundo día de estar en Francia, visitó Le Mont-Saint-Michel. Nada más entrar al recinto, del primer restaurante que hay al pasar la muralla a la izquierda, un ritmo, que Pepe no lograba identificar qué lo producía, inundaba el ambiente. Así que se asomó a una especie de escaparate sin cristal desde donde se mostraba al público cómo se batían los huevos para cocinar la famosa tortilla típica de la abadía. Y allí estaba Charo: cuerpo de atleta búlgara, fuerte y guapa, largo y frondoso cabello recogido en una trenza que se movía al son con el que su dueña meneaba el redondo trasero; el brazo izquierdo agarraba un enorme bol de cobre y el musculado brazo derecho agitaba con ritmo y salero un batidor acorde con el tamaño del recipiente. Se le antojó una hermosa valkiria. Pepe supo que esa mujer tenía que ser suya. Propinó todos los empujones necesarios a los espectadores y se plantó en la fila número uno. Primero le habló en su pésimo francés y ella le ignoró, luego le dijo algunas palabras en ruso, lo que provocó la risa de Charo.
-No te esfuerces, españolito –dijo sin mirarle.
-Supongo que estarás hasta las narices de esta tortilla, -le dijo Pepe aliviado de no tener que intentar comunicarse en ningún otro idioma-, si quieres te invito a cenar tortilla de patatas española que seguro que echas de menos.
En ese momento, llegó una señora que por su indumentaria parecía la jefa de cocina y, tras una pequeña ceremonia, un escuálido pinche relevó a la ya sudorosa Charo de su menester. Entonces, le hizo un gesto a Pepe y él la siguió como un corderito.
-Estoy en el camping de Pontorson, al lado de la cuadra de caballos. Si quieres venir, estoy allí con un amigo.
-Salgo a las ocho –Charo se dio media vuelta y apartó su trenza hacia un lado para que Pepe se embelesara con el movimiento de sus caderas.
-¡Me llamo Pepe y ¿tú?!
La valkiria, enfundada en una bata blanca muy justa, se volvió un instante para sacarle la lengua y decirle su nombre.
Charo se fue a España con Pepe y sus acuarelas y pasó de hacer la tortilla bretona a la tortilla de patatas que tanto éxito tenía gracias a su ritmo, como le gustaba repetir a Pepe.

-Va, Charo, va, más rápido con esos huevos –le espetó mientras se acercaba sigilosamente por detrás.
-Pepe, no me atosigues que me voy y te dejo sólo en la cocina, ¿eh?
-Bueno, estar solo sin que nadie te mande ni te grite tampoco debe ser tan malo…-exclamó Pepe cada vez más cerca-.
-Te he oído y espero que eso no lo hayas dicho por mí. Dime, dime tú qué harías en este bar sin una cocinera como yo. A estas alturas ya se lo habrías traspasado a algún chino, seguro.
-Hay muchas cocineras en el mundo…
-Sí, pero que te aguanten y que tengan un culo como el mío, pocas –con una sonrisa picarona le dio vuelta a una tortilla de patatas con una habilidad sorprendente-.
-Eso es verdad –y Pepe propinó un pequeño pero sonoro azote en las nalgas de Charo-.


Charo
Cuántas veces se había preguntado si amaba a Pepe. A todas ellas había evitado responder. Sentía por él un cariño infinito, era la mejor persona que había conocido nunca y sabía, sabía a ciencia cierta, que si lo abandonase se moriría como un perro fiel que se ha quedado sin amo. Verlo desenvolverse por la barra, atendiendo a los clientes era un espectáculo que, a pesar de presenciarlo a diario, no resultaba monótono, siempre amable y contento, siempre llevando en la boca el nombre de su mujer y siempre haciendo propaganda de la magnífica tortilla. Incansable. En la cama era igual, a su lado había pasado noches maravillosas y absolutamente placenteras, sus manos se convertían en delicadas sedas al contacto con la blanca piel de Charo que ya no dejaba de vibrar hasta que Pepe, cual toro de dehesa, decidía que era la hora de entrar a matar. Tenía la completa certeza de que no hallaría otro hombre como Pepe con quien compartir el resto de sus días. Y, sin embargo, seguía evitando responder.
Francia suponía la tierra prometida, el lugar donde los sueños de Charo se podían realizar. Huir de su casa había sido el principal objetivo desde que tenía memoria; no había día que no soñara con despertar en un lugar muy lejano donde los gritos de su madre no la obligaran a desear haber nacido sorda. Cumplidos los dieciocho pensó que no tenía que rendir más cuentas a nadie, recogió lo poco que tenía en una vieja maleta que había pertenecido a su abuela, la dirección de una prima que vivía en Pontorson, el escaso dinero que había conseguido pastoreando las vacas del vecino durante el verano, y se fue de casa tras dar un furibundo portazo.
Al cruzar la frontera, entendió, en cierta manera, qué sintieron los españoles que huyeron al país vecino perseguidos por la guerra civil: la morriña de la tierra santiaguesa le empañaba la vista de los bellos paisajes franceses, pero su corazón se expandía alegre al divisar un horizonte plagado de posibilidades y libertad. Pero, nada más entrar en el pueblecito francés, se dio cuenta de que poco echaría de menos las tierras gallegas pues pareciese que el clima, el verde y las vacas se los hubiera traído en la roída maleta de su abuela para esparcirlos como una alfombra por aquella población que tan feo nombre tenía. Los primeros meses trabajó limpiando casas y bares en los lugares que su prima le buscaba. Cuando aprendió a defenderse en francés, encontró un empleo en un restaurante de la abadía de Le Mont-Saint-Michel. Al observar la jefa de cocina los fuertes brazos de Charo, le ofreció ser pinche de cocina. Ser pinche significaba prepararse para largas horas batiendo huevos destinados a la famosa tortilla típica de la abadía y plato estrella del establecimiento. Batir los huevos era el paso necesario para que la tortilla, llena de aire, multiplicara su tamaño al ser cocinada y quedara como una apetitosa esponja. Como el esfuerzo era considerable, los pinches se iban turnando cada diez minutos. Aquellos que además eran capaces de llevar un ritmo agitando el batidor en aquel gigante bol de cobre, pasaban a realizar el trabajo de cara al público.
Otro de los pinches que actuaba en público se llamaba Pierre. Pierre era un alto y espigado muchacho que tras tener muchos trabajos y ningún oficio, se había colocado en el restaurante porque, según él, era el único lugar donde le dejaban mezclar la cocina con la música, sus dos aficiones favoritas. En sus ratos libres, tocaba la batería en un grupo de heavy que amenizaba las fiestas de los pueblos de la región. Era conocido por sus borracheras y el tatuaje de la calavera con dos baquetas cruzadas a modo de tibias de su trasero, el cual enseñaba siempre al acabar los conciertos. A pesar de que su prima le había avisado mil veces de que no se dejara enredar por Pierre, Charo cayó perdidamente enamorada de esos ojos verdes y de ese acento embriagador que la volvía loca. Pierre sólo tenía que susurrarle al oído « comme tu es belle, ma petite espagnole » para que aceptara, sin oponer resistencia alguna, ir a la parte de atrás del restaurante. En una de estas escapadas durante el trabajo, fueron pillados por la jefa de cocina y avisados de que, si se volvía a repetir, estarían los dos despedidos. Charo intentaba rehuir las proposiciones, pero le resultaba imposible no ceder a los deseos de Pierre. El camino que había elegido se estaba esfumando ante la bruma espesa, con aroma a almizcle, que desprendían los besos de un desconsiderado francés. La realidad se le escapaba a Charo de las manos, se perdía en los vaivenes sobre los sacos de harina y de pasta, en los besos a traición en las esquinas y las miradas furtivas mientras el huevo salpicaba el delantal. Aturdida no sabía cómo retomar el sentido de su vida.
Entonces apareció Pepe de entre un montón de flashes. Él y su pésimo acento francés, y su desvergüenza al dirigirse a ella, y su descarada mirada que sólo se fijaba en la oscilación de unas nalgas. Él y sus mediocres acuarelas, y su tortilla española, y su bar de barrio. Él, él fue el tren que le dio un nuevo pasaporte hacia la libertad.

Y lo mira con un cariño infinito, lo quiere desde lo más hondo de su ser, pero no sabe qué haría si una melosa voz le susurrase al oído: «Viens avec moi, ma petite espagnole, viens derrière… ».


© Anabel