sábado, 19 de diciembre de 2009

Relato ¿navideño?



Hacía un frío maravilloso, de aquellos que obligan a prescindir del cuello y a enfundar las manos en unos guantes sucios. Ver el dibujo de su propia respiración empañar los cristales de los escaparates le divertía. En uno de ellos, un árbol de Navidad enorme asombraba a los niños y provocaba exclamaciones en los adultos. Silvia se quedó plantada como el decorado árbol, recreándose en las luces y en su vaho, sintiendo el suave y acogedor tacto de la bufanda, creyéndose, por unos instantes, afortunada.

— ¡Silvia! Casi no te reconozco tan tapada, pero esos ojos…

Un escalofrío caliente le recorrió la espalda; cerró los ojos y, en unas milésimas de segundo, deseó que esa voz tan sólo fuera la reverberación de una mentira del pasado.

—Franco, hola. ¿Cómo estás? —Debía haberse puesto el gorro de lana que le tapaba completamente la cara—.
—Mira, haciendo las últimas compras de Navidad, como tú, supongo…
El cuerpo de Silvia quiso echar raíces sobre la acera agarrándose al momento para no caer, para no viajar a unos días tan lejanos como la estrella Polar. Pero no pudo. Esa voz era el olor de la felicidad perdida, de la pasión sin puertas, de las noches infinitas y de los días fugaces, del sudor del verano empapado en las sábanas, de caricias incitantes, de besos fulgurantes, del sexo impaciente y del sexo porque qué otra cosa mejor que hacer. Se quitó los guantes, se frotó los dedos huérfanos de anillos y retiró del rostro la bufanda que empezaba a asfixiarla. Franco seguía hablando de cómo le iba la vida de bien, de cómo tenía una esposa y un hijo y un trabajo, y Silvia no retenía toda esa información que le parecía superflua. Le hubiera preguntado si sentía la piel de su actual amante como sintió la suya alguna vez, si el sabor de su pubis era tan salado como lo fue el suyo, si se perdía en sus ojos como se perdió en los de ella cuando tenía un orgasmo, si la deseaba con dolor como la llegó a desear a ella alguna vez, alguna vez. En cambio le preguntó banalidades, costumbres atónitas, cansinas. ¿No es más importante saber si aún mordisquea la oreja de su amante cuando la penetra o si sigue quedándose dormido sobre su pecho como después de hacerle el amor a ella? Le gustaría saber si continua usando esos calzoncillos tan feos o si aún hay que hacerle el nudo de la corbata o si aún toma el café con dos de azúcar y un chorrito de anís; si aún lee el Quijote cuando no puede dormir o si aún es el mejor jugando al Trivial. Aunque lo que realmente deseaba comprobar era si la recordaba de vez en cuando, si la echaba de menos cuando alguien recita una poesía o el sol arde tanto como aquel verano.
—Y tú ¿cómo estás?

—Yo sigo igual que siempre —fue una mentira tan grande que pareció verdad, pero ella no era la de aquel siempre, ya no.
Él sintió sus escasas palabras durante un silencio cálido en el que le acarició la cara.
—Feliz Navidad, Silvia — Franco se alejó cargado de sus bolsas y su vida.

Silvia no tuvo más remedio que desabrocharse por miedo a morir asada, quemada en los rescoldos de un fuego antaño fabuloso. Volvió a escuchar los villancicos que escupían los altavoces callejeros e intentó perderse de nuevo en el vaho de su aliento, en el frío del aire, en los adornos, pero ella ya se había quitado el abrigo e intuía el enorme árbol de Navidad entre lágrimas.

© Anabel

sábado, 5 de diciembre de 2009

Estadística

Este cuento está inspirado en el relato de José Naveiras García titulado "Un cielo" de su libro "El incendio y otros relatos"


- Perdona, perdona, llego tarde, lo sé, lo sé…


Susana sabía lo mucho que me molestaba su falta de puntualidad. Tenía organizadas las tardes en clases sucesivas y un retraso en una me desbarataba todo el horario. Pasamos al cuarto y ella, por el pasillo, iba sacando los libros del enorme bolso y quitándose el abrigo. Continuaba con sus explicaciones a las que yo no prestaba atención. Nos sentamos a la mesa, abrí el libro e intenté concentrarme para encontrar el ejercicio donde nos habíamos quedado la última vez.


- Mira que le he dicho mil veces a Julito que me espere en la puerta del patio, pues, no hay manera, ha de esperarme en la otra, justo en la que me va peor para aparcar. Un día de estos lo mato…

Encontró por fin el bolígrafo entre el maremágnum de cosas de su bolsa y pareció estar preparada para comenzar. Repasamos los ejercicios; tenía más de la mitad mal y la otra mitad por hacer. Repitió las mismas excusas en las que siempre aparecían sus hijos. No la escuché, no solía hacerlo, sólo suspiré.


-Susana, así no avanzamos. ¿Cómo quieres quitarte de encima Estadística? No vas a acabar nunca la carrera.

-Ay, Marcos, lo sé, lo sé. Pero es que últimamente… Va, va los rehago en un momento y los corregimos ¿vale?- y ponía cara de niña mala arrepentida-.

Susana era una cuarentona que había comenzado la carrera de Psicología hacía unos años y sólo le quedaba la asignatura de Estadística para acabarla. Entre marido, hijos, trabajo y estudios, no era de extrañar que siempre llevara su melena recogida de cualquier manera con una pinza, que su bolso pareciera una desorganizada maleta, que su rímel se extraviara por más sitios que las pestañas o que su blusa se escapara de la opresión de los cinturones. Nunca me había fijado en ella, me refiero físicamente; mis preferencias no se decantaban por mujeres que me sacaran más de una quincena de años. Pero aquella tarde, mientras ella resolvía ejercicios, me di cuenta de que se le había desabrochado el botón de la camisa. Miré para otro lado, casi avergonzado de mi atrevimiento; mis ojos no opinaron lo mismo que yo y prefirieron seguir posados sobre ese escote blanco y terso. Desde mi perspectiva podía observar perfectamente la blonda casi transparente de la copa que sujetaba un pecho un poco más grande de lo que era capaz de abarcar, porque una molla con aspecto suave y mullido se escapaba entre el ribete bordado de un tenue color pastel. Abstraído en averiguar si le ocurría lo mismo a la otra mitad del sujetador, Susana me preguntó algo.

- Que si está bien así, Marcos.

Me miraba con unos enormes ojos almendrados que enredaban las pestañas en un mechón dorado reacio a volver a la pinza. Nunca la había visto así, tal vez porque nunca la había mirado. Busqué su boca, era perfectamente delicada y fina, detrás de la cual los dientes prometían sonrisas fantásticas. Su barbilla, descarada ella, me señalaba un sur demasiado cálido donde ahora podía comprobar que la segunda copa sufría el mismo exceso de equipaje. Me oprimían los pantalones de repente, ese era un lujo que no podía permitirme.


- A ver, a ver… Pues no, no creo que esté bien… Mira, vamos a hacer una cosa, Susana, –hasta su nombre me parecía hermoso- vamos a pasar esta clase a la semana que viene, pero has de prometerme que harás los ejercicios y que llegarás puntual.

Buscó el motivo de mi nerviosismo, de mi repentina prisa por acabar y, evidentemente, lo encontró.

-Joder, maldito botón, siempre se me olvida repasar los botones antes de estrenar la ropa. –Me miró fijamente, en silencio tan sólo dos segundos-. No me digas que esto ha sido lo que te ha puesto nervioso. Va, Marcos, va, que necesito la clase. ¿Tienes un imperdible?

Y esperaba allí sentada, jugando con las dos partes de la blusa intentando juntarlas de una manera segura, abriendo y cerrando el cofre de los tesoros. ¿Cómo podía explicarle que no me podía levantar?


-Pero ¿tienes un imperdible o no?

-No, no tengo y hoy no podemos dar clase ¿vale?

Dejó caer los brazos a modo de protesta y la blusa quedó abierta completamente. En mi estado no era dueño de los movimientos de mis globos oculares ni del tamaño de mi entrepierna.

-O sea, que todo esto es porque te has puesto… nervioso. Bien, si consigo que dejes de estar nervioso ¿recuperamos la clase?

Me quedé mudo. No sabía a qué se estaba refiriendo, pero pronto lo averigüé. Lo primero que hizo fue acercar la silla hasta mí de manera que nuestras rodillas se tocaran. Luego, se soltó la melena, fantásticamente rubia y con olor a melocotón. Sus manos viajaron por los botones de la blusa desabrochándolos. El poco control que me quedaba asomó tímidamente:

-Susana, Susana, esa no es la manera. Dejémoslo por hoy ¿eh?

Algo en mi mente me recordaba que no debía tener relaciones con alumnas aunque fueran mayores que yo, que no era profesional, que no era mi estilo. ¡Maldito botón! Cuando se puso en pie para quitarse la blusa, dejé de pensar, pasé a disfrutar de una maravilla de la que no me había dado cuenta a pesar de verla dos veces por semana. Susana dejó la blusa caer y se quitó la falda que resbaló por las piernas hasta los zapatos. Salió del círculo negro y se sentó encima de mí.


-Si no estás atento no vamos a avanzar y perderé mi clase. Así que esmérate, Marcos –y me besó.

Fue una explosión de fresa ácida en la boca, una avidez por encontrar mi lengua que, como el resto de mi cuerpo, se dejaba llevar por aquel volcán que, tan sólo unos minutos antes, parecía dormitar. Seguí las órdenes de mi maestra y le desabroché el sujetador. Dos senos agradecidos de haber sido puestos en libertad me acariciaron la cara y llegué a convencerme de que todo valía la pena. Y me esmeré en seguir descubriendo un cuerpo estrenado en partos, en alcobas sin ventilación y a ratos muertos. Lleno de vida, de la de dos caras, de grises y negros, de estrías y curvas que no se pueden tomar a cien por hora porque necesitan tiempo, dedicación y verdad, mucha verdad. Porque a cada caricia sincera ella respondía con un poco más de sí misma, me mostraba algo más de su cintura, de sus caderas redondeadas, de su pubis entregado, de sus ganas de darse porque sí, sin preguntar, no necesitaba respuestas pues las conocía todas. Me enseñó a tocarla, a besarla, a poseerla como si no hubiera un después, porque me exigía toda mi atención, mi diligencia. Ella quería mis ojos abiertos, atentos a todo lo que tenía que revelarme; Susana quería mirarme, sentir mi deseo dentro de ella, oírme gemir y observar cómo pronunciaba su nombre cuando absolutamente me rendí ante una mujer.

Telefoneé al alumno que tenía que venir después de Susana, le di una excusa cualquiera y anulé la clase. Aprovechamos para ponernos al día: ella con la Estadística y yo con el conocimiento de la Mujer.

Desde aquel día, viene siempre con jerséis de cuello alto, que sólo se quita cuando hemos terminado las tareas. Estoy seguro de que aprobará el examen, ha trabajado duro y está preparada. Me tranquiliza pensar que si le pido que me siga dando clases ella accederá, aunque tenga que decirle a su marido que, de nuevo, ha suspendido Estadística.


© Anabel