martes, 30 de noviembre de 2010

Reseña de Historias de Sujetadores




"Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños"
Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo



Imaginar un sujetador promovería, al menos, dos interpretaciones, según sea evocado por un varón o por una mujer. A través de un varón, las dos copas y el cierre presentarían un escenario erótico, un anticipo, quizá, de una intensa sesión amatoria. En la recepción de una mujer, convengamos que la imagen se alargaría, antes que por el erotismo, por las vicisitudes del mundo femenino, exclusivamente femenino, como prenda práctica y cotidiana.

¿Será Historias de sujetadores un libro erótico o un libro de mujeres? Hay contestación a las dos opciones, aunque no sólo a ellas.

La autora se sumerge de lleno en el universo de la mujer; mujeres son las protagonistas principales de todos los relatos del libro, aunque en todos menos uno, “La ciega”, aparece replicando un hombre como parte importante en la acción. El mundo de Anabel en este libro es dual, sí, del yin frente al yan, movido por las remembranzas eróticas que a los varones nos puede despertar el título y que resultan atractivas desde las fantasías femeninas que iremos encontrando: el jardinero musculoso o un amante esporádico, hacerlo en el baño de un tren o en la trastienda de una panadería, contratar un prostituto o seducir a un becario…

Pero con el encanto de lo erótico sutil, dulce erotismo blanco, este libro de catorce relatos no solamente aterriza en el mundo sensual. A lo largo de sus páginas, nos llevamos también muestras para reflexionar sobre las mujeres prisioneras que se enfrentan a su destino, ya sea un matrimonio hundido en la rutina, un marido humillador, el avance de la edad, el abandono del amante o el síndrome de la cuidadora. También nos enfrentaremos al equívoco, escandalizándonos en la primera página del relato y riendo al final cuando comprobemos cómo las palabras juegan malas pasadas, sobre todo si somos curiosos impertinentes.

Y por cambiar de ambiente en un ejercicio que requiere poco esfuerzo, podremos sentirnos en una sala de cine reviviendo películas especiales que la autora nos trae con un guiño cómplice: nada menos que el gran Hitchcock con “Rebeca”, o la escena tan recordada de “El cartero siempre llama dos veces” entre unos apasionados Jack Nicholson y Jessica Lange, o esa historia sublime de Tita, no tanto con su amado Pedro, sino en la relación con su madre María Elena, en “Como agua para chocolate”, de Alfonso Arau.

A mí me gusta Ingrid, sueca tenía que ser, esa señora que se la juega frente a su marido bobo, insulso, superficial, asumiendo la nostalgia de lo que fue, pero ya no es, y así se sobrepone a su realidad enfrentándose a los convencionalismos y prefiriendo su dignidad a la vida cómoda después de su último intento por recuperar un tiempo mejor.

Anabel apenas se escabulle de lo cotidiano, se siente vital dentro de unos entornos de la intrahistoria que crean episodios relevantes, o que se hacen relevantes porque la autora los coloca en el escenario literario; tanto monta, monta tanto. Se atreve con la mirada ingenua de una niña narrando la aventura de su padre con una prostituta. Se atreve con aventuras electrizantes de amas de casa o ejecutivas de postín. Se atreve con la mujer madura y el joven transformado. Se atreve con insinuaciones de zoofilia. Se atreve con la grafología. Se atreve con el amor. Se atreve. Porque es valiente no le teme a una hoja en blanco ni a lo que en ella crea.

Se arriesga y gana.




"Sólo entre las hojas del libro hallé restos de su aroma"
Azules, no grises, Anabel Consejo


José Antonio Prades Villanueva

AAE

Gracias, socio

domingo, 21 de noviembre de 2010

Se le escapó



A él se le escapó la mano. No pudo contenerla, parecía tener vida propia. Le acarició la mejilla y le sentó como la primera calada tras una tarde sin fumar.

Ella notó en ese tacto mucho más que un simple gesto amable apartando un mechón de cabello. Cada terminación nerviosa de las yemas de los dedos le produjo un cosquilleo intermitente señalando el peligro.
—No.
Él entendió que se había equivocado. Aquella mano tendría que volver a las mismas caricias autocomplacientes de siempre.


© Anabel