martes, 21 de diciembre de 2010

Guirlache





Si no llovía, hacía viento; si no hacía viento, hacía frío; en los peores días, las tres cosas a la vez y, cuando sucedía todo lo contrario, el sol entraba por la ventana sin persianas impertinentemente, ignorando por completo que se necesita cierta penumbra para conciliar el sueño. Qué decir de la comida de estos orgullosos vikingos capaces de meterse entre pecho y espalda un arenque maloliente nada más saltar de la cama. Respecto a que su sociedad fuera de las más desinhibidas de Europa, Lorenzo estaba en vías de descubrirlo. De momento, a las únicas mujeres que había visto desnudas eran una pecosa francesita y una sirena que le pareció muy pequeña. Eso sí, algo bueno debía tener: la cerveza era fenomenal. Todavía le dolía la cabeza al recordar su excursión por la fábrica Carlsberg.


Lo primero que hizo al llegar fue ir a visitar a uno de los personajes favoritos de su infancia. Tantas ganas tenía que, mapa en ristre, se dirigió hacia allí sin dejar las maletas en la residencia. Mucho antes de la mitad del camino, el cansancio le hizo sopesar la opción de coger un taxi. Una vez en el parque, su idolatrado símbolo del amor se le antojó diminuto. Pensó que su percepción era debida a que estaba alejada de la orilla. Así que, como un niño que quiere alcanzar un ansiado premio, Lorena se puso a saltar sobre las piedras para acercarse a su objetivo y poder hacerle una foto mostrando su verdadera dimensión. Lo único que consiguió fue enterarse de lo frías que están las aguas del estrecho de Oresund. Desde entonces, los recuerdos ligados a la Sirenita se quedaron congelados para siempre.


Le habían dejado claro que, si quería entrar, cada trainee debía llevar algún producto típico de la región a la que pertenecía. No entendía por qué había que complicar algo tan sencillo como una fiesta. Ya estaba vestido y aún no sabía que llevar. Brad, su compañero de habitación, había cogido un plum-cake de pasas medio chafado que su madre le había enviado en un paquete la semana pasada. Lorenzo estuvo a punto de elegir la última longaniza que le quedaba, pero se resistió. Así que arrambló seis latas de cerveza Carlsberg y se dijo que con alcohol, incluso caliente, se puede entrar en cualquier sitio de borrachos potenciales. Sólo esperaba encontrar a la pecosa francesita. Desde que se le cayó la toalla en medio del pasillo de la residencia al salir de las duchas no se la podía quitar de la cabeza. En su blanca piel pudo comprobar hasta donde podía llegar el adjetivo pecoso.


Lorena nunca había tomado blinis, ni caviar, ni vodka y eso se notó mucho a la mañana siguiente cuando la habitación se empeñaba en horadarle la cabeza con ruidos que solamente ella escuchaba. Se juró así misma que nunca más volvería a tomar alcohol y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, fue a las duchas. Al regresar vio a Tatiana que metía los blinis que habían sobrado en una bolsa de plástico. Había una fiesta en el comedor de la residencia y todos debían llevar algo de comida, a ser posible, proveniente de su país natal. Cuando Lorena pudo pensar con cierta claridad decidió añadir las barritas de guirlache a la bolsa ya que las tabletas de turrón estaban empezadas. Ni la descomunal resaca le hizo olvidarse del reparo.


Los presentes se iban dejando en una mesa central llena de viandas variadas; panes de múltiples colores y formas; servilletas con adornos navideños; dulces y todo tipo de bebidas alcohólicas. En una esquina había una enorme ensaladera repleta de chocolates, bombones y chucherías. Lorenzo avizoró el horizonte de la fiesta intentando localizar a la francesa, aunque le iba a costar reconocerla vestida. La vio al lado de Brad y se fue directo hacia ellos. Resultó que la francesita era inglesa y, para más señas, del mismo barrio que el venturoso Brad. Ella dejó de tener tanto atractivo sin el acento francés que le había conferido y Lorenzo quedó relegado a un puesto casi invisible al lado de su compañero de dos metros el cual acaparaba toda la atención de la pecosa francesita, perdón, de la pecosa inglesita. Se acercó a la ensaladera a hundir su desilusión, intentando mitigarla con lo único dulce que iba a pescar esa noche.



Olvidándose del juramento que tan solo unas horas antes se había hecho, Lorena abrió una lata de cerveza. Hizo un gesto de desagrado al comprobar que estaba caliente, pero su estómago no iba a soportar ni los licores eslavos ni los daneses, así que no tuvo más remedio que conformarse. De pronto, su mirada extraviada se posó sobre la enorme ensaladera llena a rebosar de los chocolates y bombones que dos trainees belgas habían traído. Era allí donde había volcado el guirlache. Pensó que sería muy difícil que alguien cogiera alguna de sus barritas. Entonces ideó un juego. Vigilaría la ensaladera y aquel que eligiera el guirlache sería el hombre de su vida. Imaginó que debería ser alguien a quien no le echaran para atrás las apariencias duras o las tonalidades ariscas, alguien capaz de apreciar el dulce empalagoso tras un esfuerzo en masticarlo. Iba por la segunda cerveza y su juego no estaba dando resultado, además, empezaba a temer que tuviera que volverse lesbiana pues eran únicamente las chicas las que se lanzaban sobre aquel recipiente. El hecho de que todo el guirlache siguiera donde lo había dejado le hacía albergar esperanzas de no verse en la obligación de modificar sus inclinaciones sexuales. Se sentía como el guirlache de la fiesta que nadie quería.


Se dijo que atrapara lo que atrapara, se lo comería. Estaba seguro de que allí dentro no podía haber ningún apestoso arenque. Metió la mano hasta el fondo de aquel bol gigante y revolvió. ¡Vaya!, exclamó Lorenzo. Parecía haber recuperado la ilusión con aquel dulce que tan bien conocía y que tan lejos de allí le transportaba. Al abrirlo, barruntó quién podía...




Hello, my name is Lorena. Where are you from?
—De Huesca.

Y los dos se echaron a reír.

© Anabel

lunes, 13 de diciembre de 2010

Pavesas y cenizas

Será que me estoy haciendo mayor, será.

Pero no me puedo reprimir, no quiero. Evitar esta sensación maravillosa de haber conseguido trasmitir algo en mis escritos se me antoja casi un pecado.

Ego en grado sumo. Puede ser. Pero ahí va:

Pavesas y cenizas

Gracias, Amando Carabias María.