lunes, 19 de julio de 2010

Ciencia Infusa





Me había decepcionado. Esperaba mucho más de esa llamada de teléfono. No diré que me había afeitado para escuchar su voz, pero casi. Después de tantos meses compartiendo recetas de Thermomix íbamos a quedar. Estaba entusiasmado, más de una vez había fantaseado con ella, con cómo serían sus ojos, su boca, su culo. ¿Por qué negarlo? Me atraía. En los mensajes parecía una mujer inteligente, sencilla con sentido del humor y pasión por las mismas cosas que a mí me gustaban. Supongo que confundí vehemencia con apasionamiento, supongo que imaginé más de lo que hubiera debido, supongo que me emocioné con la idea oír su voz, de descubrir en ese sonido las sensaciones que pensar en ella me producía. Sin embargo, su voz me había resultado monótona, amanerada, algo falsa, absolutamente plana. Pudiera ser que por nerviosismo no se hubiera mostrado en toda su plenitud, pero la primera impresión es la que cuenta y a mí se me habían quitado las ganas de saber cómo era. Intenté evitar la cita, pero ella insistió, me dijo que tenía muchísimas ganas de conocerme en persona. Para que la reconociera sin dificultad me mandó un correo con su foto. Días antes hubiera dado saltos de alegría por ver su rostro, tras la conversación, me dio bastante miedo abrir el mensaje: si resultaba guapa, me fastidiaría que su voz no me hubiera resultado excitante, y si me parecía fea… Su imagen me resultó tan indiferente como su voz. Así que me estaba dirigiendo hacia una cita con una mujer que no era la que había imaginado ni de lejos. Iba al encuentro de la decepción personificada.
En el trayecto compré un ramo de flores barato y sencillo –confieso que pensé que el ramo era como ella-, no quería mostrarme descortés. Al fin y al cabo, si ella se había hecho tantas ilusiones era culpa mía pues yo las había alentado. Probablemente ella también habría fantaseado conmigo, quién sabe si incluso se habría masturbado pensando en mí. Ni siquiera esa perspectiva me animaba a llegar a mi destino, ni siquiera la posibilidad de que a lo mejor podría tener sexo con ella. El ramo era mi sentimiento de culpa, mi ofrenda de perdón por no tener ningún deseo de perder mi tiempo con ella aunque estuviera loca por follar conmigo. Qué injusto era todo. Cómo una simple voz puede hundir una ilusión que se hubiera podido convertir en una relación amorosa de novela o, como mínimo, en una sesión de sexo inolvidable. Porque yo creo en el conocimiento que el amor proporciona, en la certeza de que con una sola mirada puedes saber si es la mujer de tu vida, con un solo gesto o una sola sílaba, sin posibilidad de error. Amor a primera vista. Flechazo. Ciencia infusa. Y con Carolina esto no se había producido, ya no se iba a producir. Resignación.

Pasé por delante de una cafetería con grandes ventanales de cristal. Asomé mi mirada al interior con la intención de distraerme un poco de mis propias elucubraciones. Observé a la gente conversando, tomando bebidas calientes y cruasanes, cada uno inmerso en su mesa, en su mundo. En una, se encontraba una chica leyendo un grueso libro. Era morena, larga melena que colgaba desde su hombro como una brillante cascada negra; su mano izquierda pasaba las hojas del libro e invertía en ese acto toda la atención. Zurda. Siempre me habían gustado las zurdas. Me quedé unos instantes mirándola. Quise saber de qué color eran sus ojos escondidos tras unas gafas con montura de carey. Llevaba una blusa de color rojo, mi color favorito. Era delicioso verla pasar las páginas del libro, tan delicadamente, tan ensimismada en la lectura, transportada al mundo propio de esa mesa única entre tantas otras. Apoyaba la cabeza en uno de los cristales y hubo una vez que, de manera distraída, miró hacia la calle dejando que sus ojos marrones se comieran la tarde que empezaba a caer. Era hermosa, no de una hermosura voluptuosa ni de portada de revista, era una belleza serena, equilibrada, consciente y conforme con serlo. Me asaltó una duda: ¿cómo debía sonar su voz? Conozco los tejemanejes de mi corazón y supe en cuanto se puso a latir de ese modo que iba a ser imposible controlar sus impulsos. Me vi entrando en la cafetería, directo hacia el mundo de la chica de belleza templada. Me senté en frente, ella dejó de leer y me miró por encima de las gafas lanzándome un interrogante.
—Me llamo Leo. Perdona mi descaro, pero llevo observándote un rato y creo que te conozco.
Su mirada defensiva me escudriñaba. Optó por seguir callada, esperando a que me rindiera. Yo sólo quería oír su voz porque lo sabría ipso facto.
—No, no es que nos hayan presentado, es que estoy seguro de que tú y yo nos conocemos desde siempre.
Seguía en silencio. Se le escapó un poco de impaciencia en el parpadeo.
— ¿Sabes? Creo ciegamente en el amor a primera vista. Estoy convencido de que las primeras sensaciones son las auténticas, las que no engañan, las que siempre dan en el clavo. Sé que si oigo tu voz voy a caer prendado de ti.
Parecía que se iba a decidir a entrar en la conversación.
—Espera, piensa bien lo que vas a decir. Tus primeras palabras serán las que vayan a quedar en mi mente para siempre. No puedes decirme cualquier cosa.
Bajó la cabeza para no mostrarme la sonrisa que se escapaba; cerró el libro atrapándose un dedo y habló por fin.
—Siento mucho decirte que estoy casada y he quedado aquí con mi marido.
Sí, esa era la voz, la que se acoplaba a mi latir, la que expandía la belleza y alejaba la fealdad. No había duda, no podía haberla, era apabullante la evidencia. Respiré hondo antes de contestarle, no quería que me notara tan emocionado.
—Pues yo siento decirte que tienes un marido muy desconsiderado por hacerte esperar tanto, yo no haría eso jamás.
—Escucha, no tengo por qué darte explicaciones. No tengo ganas de hablar con un desconocido.
Lo dijo tan seria, tan dolida que tuve que creer que estaba esperando a su pareja. Se me partió el corazón porque, aunque la había encontrado, ella estaba con el hombre equivocado. Deseé acariciarle la mano furtivamente cuando dejé sobre la mesa el ramo de flores antes de levantarme, hubiera sido una transmisión de sensaciones eléctricas.
—Me voy. Volveré en menos de una hora. Si te apetece tomar un café conmigo en esta misma mesa, aquí estaré. Enséñale las flores a tu marido, dile que te las ha regalado un admirador, que vea que hay alguien que realmente te valora.

Abandoné la cafetería con el pulso acelerado, deseando que ella me llamara y pidiera que me quedara. Fuera del local, volví a hurtadillas sobre mis pasos para intentar observar su reacción. Había cogido el ramo y lo miraba con una tímida sonrisa. No todo estaba perdido, me sentí flotar. Henchido de alegría me dirigí hacia la cita que casi había olvidado. Le pondría alguna excusa, cualquier imprevisto que se me ocurriera. No podía ser antipático, de ninguna manera, gracias a Carolina había encontrado a la mujer de mi vida. Estaba absolutamente seguro.

©Anabel

lunes, 12 de julio de 2010

Julio




La vida le olía diferente y no era porque España hubiera ganado el Mundial. Ni siquiera porque hubiera cambiado de suavizante y las sábanas tuvieran otro aroma. Incluso el sudor que se escurría entre sus pechos empujado por la leve, levísima brisa del ventilador exhalaba un perfume que parecía no ser suyo. Beatriz cerró los ojos intentando bucear debajo de esa piel que ahora se mostraba extranjera y que jamás había sentido tan suave. Respiró hondo para iniciar la inmersión, cerró los ojos para no perderse detalle. Había tanto por descubrir, tanta vida sin catalogar, tantos sentimientos escurridizos que se mostraban únicamente ante una mirada nueva. Un mundo complejo, en plena ebullición e inexplorado. Lo sentía reverdecer desde las uñas de los pies hasta la raíces del cabello, cada poro, cada célula, cada átomo se había transmutado en un receptor ultrasensible. Viajó a la otra mitad de la cama y la conquistó marcándola con su sudor, haciéndola suya como una perra que sabe cuál es su territorio. Un territorio por el que luchará hasta la extenuación. Extendió su cuerpo todo lo que pudo sobre el colchón, abarcando el mayor espacio posible. Había goce en ese acto de reconquista, del apoderarse de lo que tuvo tan cerca y nunca le perteneció.

Y le regaló a la luz de la Luna que entraba por la ventana el inmenso placer de su pubis abierto.


© Anabel