jueves, 13 de diciembre de 2012

Paseando




Hallo cobijo en la niebla gris
que logra expulsar de mi cabeza
el eco de recuerdos y  ausencias
demasiado secos y sonoros.
Mis pies recorren el camino
que dejaré como único legado
especificado en unos mitones
y unas zapatillas desanudadas.
En cada zancada, pasa un segundo
que, aunque vuelva sobre mis huellas,
nunca rescataré.
El vaho se disuelve en su hermana
como mis lágrimas en la ducha,
como mis latidos en los tuyos,
como tu saliva en mis deseos.
Rodeo con los brazos
el árbol que me espera imperturbable,
para deshacer el sendero
que me guía sin remedio
al futuro inmediato,
al calor de las blancas hojas
y a mis premeditadas sábanas.

Más luces que las de costumbre
me avisan del avance de las horas,
de las épocas, de la vida.
Este año también va a ser Navidad,
o eso me han advertido.

© Anabel

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Huelo a ti




Me gusta hasta el modo en que te alejas de mí:
despejas el camino y esparces tu mullida niebla.
Me acurruco en el hueco de la ausencia,
intento evitar aquello que me haces sentir.
La opacidad me envuelve y tiemblan mis dedos,
se han olvidado del camino hacia el sur,
necesitan un guía y se rebelan
en una protesta sin estandarte,
en una guerra silenciosa y húmedamente salada.
No hay brújula, sólo una sábana infinita
como la noche, como el no soñar.

Huelo a ti
y al beso que no te he dado.

© Anabel

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Inexorable





Somos dos ángeles con sexo,
dos miedos paralelos.
Mi boca está clavada en el madero de tu cuello.
Marwan

El universo sabe que, si fuera por mí, se podría hundir, por eso no lo hace. Simplemente se detiene y deja que mis ansiosos dedos respondan a tu llamada desde el WhatsApp. Suelto lo que lleve en las manos, da igual si son una docena de huevos como un brik de leche; caen y mis oídos ni siquiera lo oyen. Pienso que morir atropellada en un paso de cebra sería un precio relativamente bajo si contestarte me fuera en ello.
Me dices que te tengo olvidado, que no te llamo. Escribo que no quiero agobiarte, cuando lo que realmente debería poner es que no quiero espantarte; me muerdo los labios para detener mis pulgares en su carrera hacia el te echo de menos. Y aparece dicha frase desde tu teclado táctil y sonrío de tal manera que la gente me mira como si fuera de otro mundo. No saben que estoy en otro mundo.
Al abrir la puerta, te contienes, me besas húmedamente en los labios, aunque sé que allí mismo me arrancarías la ropa. Hablamos de banalidades mientras nuestras mentes ya están desnudas en la cama. Me vuelves a besar, esta vez un poco más largamente y acaricias mis caderas. Qué guapa has venido hoy. Ahora te beso yo y busco en tu boca las ganas que tienes maniatadas. Las encuentro, todas.
Pero cómo puedes ser tan bonita. Me deshago cubierta por tus ojos azules y pienso que el tiempo es infinito cuando lo comparto contigo, que me da igual lo que suceda en los intervalos entre nuestros encuentros horizontales. Tu suave mano vuelve a perderse debajo de las sábanas en busca de mi pubis. Me estremezco como una quinceañera y me lames el cuello.
—Me gustas mucho —me dices.
Suspiro.
—No sigas por ahí, no fue ese el pacto.
—Lo sé…
Nos miramos durante minutos sin parpadear. En cuántas partes de tu cuerpo me puedo perder. Quién dijo que no se podían penetrar los oídos cuando las palabras son tan dulces como sables de azúcar. Necesito que me muerdas, que me marques, a cambio, te dejaré mis uñas un ratito en la espalda. Hecho.

Como el Sol que, tarde o temprano, engullirá la Tierra, tú y yo nos acercamos e intentamos detener lo inexorable comiéndonos a besos delante de la encrucijada de la vida. 

© Anabel

domingo, 28 de octubre de 2012

Miscelánea de higos


Hoy me he levantado determinante,
decidida a abordar el bote de mermelada de higos
y a no permanecer lejos de ti.
Me niego a seguir privando a mi lengua
del amplísimo sabor a pepitas verdes
que invaden mis dientes al leer tus poemas.
Los como verso a verso,
paladeo las eses y las equis,
me caigo por los encabalgamientos
y te digiero en el punto final.
La tostada está impregnada de ti,
tan reluciente y desigual
como unas sabias pinceladas,
tan apetitosa y fragante
como un descarado capullo.
Es tu pecho desnudo,
tus manos en mi vientre,
es del color de mi mirada cuando te deseo.

Cerca de mí como la tostada mordida,
como el poema asimilado,
como la perdición de mis húmedas manos.
Hoy vas a estar dentro de mí.

© Anabel

jueves, 18 de octubre de 2012

El rencuentro




A Javier

Tuvo que ser en una playa, aunque tú y yo nunca habíamos estado en una. Así fue más de película, de esas romanticonas que tanto nos gustaban, de las que transcurrían normalmente en Nueva York, pero con un guion buenísimo, ¿eh?, me aclarabas. Siempre te preguntas por qué no nos habíamos rencontrado antes. Yo no soy de buscar explicación a las cosas del destino, al porqué de los antojos del viento, al porqué de la inconstancia de los relojes. Creo que poco podemos hacer en contra y nuestra fuerza radica en adaptarnos, en no dejarnos hundir por el hado caprichoso. Pero tú insistes, no puedes entender que ocho años nos hayan mantenido separados sin ningún tipo de contacto, con leves noticias a través de terceros de nuestras andanzas y desventuras. Mucho tiempo, tanto que los minutos se transforman en kilómetros y la distancia es mucho más tangible de lo que la mera metáfora temporal nos indica.  Tanto que estábamos a punto de acercarnos al límite de la imposibilidad de volver a vernos. Y no sólo por el tiempo y la distancia, sino por todos los acontecimientos que caben en 4.207.590 minutos, acontecimientos que alejan y difuminan los recuerdos y afectos entre la rutina y la desidia, atrapados en la cotidianidad que empezaba a hacernos dudar sobre si alguna vez existimos. Si de algo han servido estos ocho años de separación, ha sido para demostrar que los sentimientos saben burlar el tiempo, saben escapar de la rutina y que, además, si son verdaderos, se convierten en omnipotentes  en cualquier dimensión. Porque los sentimientos nunca se distanciaron de nosotros, porque ellos nos demuestran la falacia del tiempo y el espacio, porque la vida no deja flecos sin resolver y porque, también hay que decirlo, las redes virtuales, a veces, ayudan en la tarea de unir.

Tras un mensaje de solicitud de amistad en Facebook, me pediste el teléfono. Rápidamente te lo di. Sonó el móvil:

— ¿Eres tú? —ese acento tan sutil y andaluz me hizo cosquillas en el alma.
—Claro que soy yo.
— ¿Dónde estás? —tan curioso como siempre.
—En una playa de Galicia.
—Y ¿qué haces tan lejos?—preguntaste.
—Acercarme a ti.

La certeza de que nunca más nada ni nadie nos volvería a separar estalló sobre nosotros en forma de sonrisas y de la humedad de la ría.

© Anabel

lunes, 1 de octubre de 2012

Gotas de vida







Cualquier tiempo pasado fue peor,

me lo dicen los huesos

cuando se me humedecen con la nieve y la lluvia

que nunca antes cayeron

ni sobre mí, ni sobre ti.

Sólo temo que el agua de la vida

me resbale, otra vez, sobre la piel

sin estampar más huella

que algún vago recuerdo

de lo que pudo ser y nunca fue.


© Anabel

jueves, 23 de agosto de 2012

Venecia




Me preguntaste si había estado en Venecia,
esperando de mi boca
el único no que te hubiera hecho feliz.
Pude haberlo pronunciado.
Y entonces leí en tu frente arrugada
las fotos que nunca me harías,
la virginidad que no perdí contigo.

© Anabel

jueves, 16 de agosto de 2012

Al séptimo cielo




Sólo un ascensor para un edificio de tantas plantas y tantos vecinos. Ángel no lo entendía. Le daba la sensación de que siempre que lo llamaba estaba en el último piso. La construcción era de la década de los sesenta, tal vez por entonces tener ascensor ya era suficiente lujo como para doblarlo. Le entraban ganas de sentarse sobre el macetero lleno de vergeles artificiales, acto casi reflejo que también llevaba a cabo al facturar el equipaje en el aeropuerto: se sentaba sobre las maletas. Pero no era lo mismo, en el aeropuerto es la desgana la que domina la espera porque se sabe lo que va a acontecer: la mínima interrelación con la azafata, el trayecto hasta la zona de embarque, algún café, otra cola justo antes de despegar, el avión, el asiento estrecho, cuándo seré rico para viajar en primera, el saludo del capitán dando datos innecesarios y demostrando su dominio de la indolencia al hablar en otro idioma… Y el aterrizaje, en busca del equipaje que nunca aparece, el taxi, casa, Mari, los niños… Cansancio. No, claro que no era lo mismo. El nerviosismo con el que estaba aguardando el ascensor no tenía nada que ver con el de la cola de la facturación. Por fin, las puertas se abren acompañadas del familiar, y casi querido, chirrido que avisa de la falta de lubricación. Se echa la mano al bolsillo y comprueba que los lleva. Comienza el ascenso, el viaje preliminar hasta llegar al destino deseado. Se mira en el espejo, se arregla el cuello de la camisa, se moja el dedo índice y lo pasa sobre las cejas, ni siquiera el temblequeo del ascensor va a impedirle atusarse el cabello. Huele bien, no porque Ángel logre olerse, sino porque se ha echado colonia, de la buena, y se ha puesto desodorante después de la ducha. Los zapatos, brillantes. Impecable. Nada mal para un cincuentón que aún no luce la curva de la felicidad.

Antes de salir del estrecho habitáculo, Ángel sabe que una silueta esbelta le recibirá en el quicio de la puerta. Lo sabe porque siempre lo hace y porque su perfume es tan contundente como embriagador y le delata unos metros antes. Una sonrisa complaciente ya no abandonará el rostro afeitado de Ángel. Con esos taconazos, Gloria le pasa unos centímetros lo que le permite rodearle completamente el cuello con los brazos y susurrarle al oído el consabido saludo: “Cuanto has tardado en subir, Angelito mío, con las ganas que tenía de verte.” Así no le reciben las azafatas en el avión. Ni le acarician la espalda, ni los costados; ni le quitan con cuidado la chaqueta, ni la corbata; ni le impregnan los labios con el logotipo de la compañía en un beso apasionado. En el dormitorio, Ángel ya va medio desnudo y Gloria todavía llevaba toda la ropa: el corsé, las medias, el tanga y los zapatos. Es más, no se va a desprender del uniforme en lo que dure el viaje. Le gusta verla contonearse sobre él, observar cómo los pechos se quieren escapar del corsé con el rítmico vaivén. Le gusta apartarle la tirilla del tanga cuando la penetra por detrás propinándole cachetitos en esas nalgas tan blancas. Le gusta mirar los tacones tan finos desde arriba mientras Gloria le hace una felación. Cómo brillan esos zapatos. Tanto como los ojos en blanco de Gloria. Le gusta que ella le quite el preservativo, que lo lama y le limpie, que le encienda un cigarrillo y le sirva un vaso de güisqui. Luego ella se arregla el cabello rubio, rubio y se vuelve a pintar los labios de un rojo agresivo. Le cuenta lo mucho que se ha aburrido estos días sin él y lo caro que le resulta llamar a la familia. En ese momento, Ángel, la agarra por el brazo y le dice muy bajito: “Me estoy empezando a marear, señorita”. Ella, sonriendo, se suelta y le habla de la última película que ha visto y de si le gusta el tatuaje que se ha hecho sobre el pubis: una pequeña mariposa. Ángel le da un trago al vaso antes de dejarlo en la mesilla, empuja a Gloria sobre la cama dejándola bocarriba. Aparta un poco el corsé, encuentra el tatuaje y vierte el sorbo de güisqui sobre la mariposa para chuparlo después. “En esto es en lo que has de gastarte el dinero, Gloria, en darme un buen viaje, querida.” Y mientras Ángel sigue recogiendo el licor escocés con su lengua, ella saca una bolsita de un cajón de la mesilla. “Pues hagamos el viaje completo, cariño” y le pasa un canutillo al entusiasmado viajero.

El espejo del ascensor refleja una cara satisfecha y unos ojos enrojecidos. Le duele la cabeza, suele sucederle en los aterrizajes. A pesar de todo, Ángel está convencido de una cosa: es el único viaje que merece la pena y  el único en el que no hay que facturar maletas.

© Anabel

miércoles, 1 de agosto de 2012

La teoría de la relatividad


Maldecía la vida que se le acababa, la que había vivido y la que no tuvo. No podía maldecir la que soñó alguna vez porque fue la única que le permitió sentirse vivo. Y ahora, que tan solo le quedaba una noche por delante, tenía la seguridad de ser inmortal, infinito, de poseer todos los segundos del mundo en el cuenco que sus manos formaban mientras se lavaba la cara. Sin embargo, ese tiempo se le escapaba como la misma agua entre los dedos.

Odiaba a la gente en general. Los recuerdos lo incomodaban sobremanera porque siempre aparecían personas en ellos. Por eso los más recurrentes eran de cuando fumaba “chinos”: su cuerpo se aflojaba y se abría como una sandía madura desparramando el jugo rojo y las pepitas negras por la inmensidad de la Tierra, procreando hijos al lado de los arroyos, en los bosques, en las colinas y en el fondo de los océanos. En cada concepción, el orgasmo le provocaba espasmos que le hacían sudar de una manera casi dolorosa y despertaba completamente empapado. El agotamiento le dejaba relajado por unas horas en las que su mente se quedaba absolutamente en blanco. Eran las horas más placenteras, por las que, si pudiera conseguirlas, volvería a matar. Perdió el atenuante que le hubiera salvado de la pena de muerte porque no se declaró drogadicto. Para Jason “soñar” de esta forma era un descanso, una recuperación necesaria para seguir luchando un poco más. Él podía controlarlo, era fuerte, el más fuerte y el menos compasivo. El poder y el miedo le ayudaron a dirigir el tráfico de drogas en el barrio a las afueras de Oklahoma City donde le criaron sus abuelos. Se resistía a pensar en sus abuelos, una pareja de débiles viejitos negros sin alma por mucho que fueran a rezar a la iglesia evangelista, a ese Dios al que tanto creían y que jamás les demostró que la bondad existiera. No tenían alma porque se la vendieron al diablo de la sumisión, de la aceptación de la desgracia. Acogían a sus nietos como si así redimieran algo inconfesable: la culpa por no haber sabido educar a su única hija, Ashley. Cómo iba a olvidar Jason la imagen de su madre tirada en el callejón, al lado de los contenedores de basura, con la sangre aún abandonándola por la nariz después de la última pipa de crack. Dolor. Como cuando encontró el cuerpo de su hermanastro Jimmy Lu, pobre pelele, que no superó el complejo de su mestizaje asiático por el que fue apaleado hasta morir. Dolor. Ser el amo era la única solución para sobrevivir y Jason lo había conseguido. Su código de honor era estricto y muy particular, pero siempre se ceñía a él. Nunca mató sin motivo, pero tampoco le tembló el pulso a la hora de apretar el gatillo. Excepto una sola vez.

A la excepción de saltarse su código de honor había que sumar una más y las dos confluían en una mujer: Lorelane. Era la única persona que su recuerdo no le dañaba. Las mujeres habían sido para Jason un lugar donde olvidarse de las tensiones, un cobijo en el que desbordarse por entero, una avenida húmeda por la que pasear su exuberante virilidad. Hasta que aparecieron esos ojos que le hicieron descubrir un nuevo nivel de sensaciones.  Al principio creyó que lo que le hacía sentir Lorelane era debido a que follaba estupendamente, como una gata callejera que araña si le aprietas y ronronea si la acaricias bien, pero no tardó en darse cuenta de que echaba más de menos su presencia que el hueco de entre sus piernas. Esa emoción lo transformaba en un ser vulnerable y decidió tenerla siempre a su lado. Pero era más gata de lo que había imaginado: ella quería seguir siendo libre. Dolor. Jason normalmente acababa aquí este recuerdo, pero ahora que tenía todo el tiempo del mundo en sus manos deseaba alargarlo, que no tuviera fin, aunque eso supusiera que le doliera cada uno de los huesos del cuerpo. Tenerla en la mente era lo más cerca que había podido estar de ella durante estos años en el corredor de la muerte. Sus ojos no le habían abandonado, tal vez la única parte de su cuerpo que siempre le fue fiel. Lorelane chupándole la polla a ese negro de mierda. Dolor. Dos tiros y desaparece el padecimiento, dos tiros y sigues siendo el amo del mundo, el que posee esa mirada para siempre. Cuando la poli encontró en el registro de su piso el frasco que contenía los ojos de Lorelane atesorados en formol, lo primero que sintió fue un gran cabreo, aún tardó unos instantes en darse cuenta de que no tenía escapatoria. Dolió.

Ahora le duele el tiempo que le parece más infranqueable que la prisión que lo encierra. Es el tiempo quien realmente lo recluye en una espiral que no cesa de girar, de retornar al pasado continuamente. Se siente poderoso por primera vez en muchos años: en unos minutos, mientras esperaba la última cena, ha repasado su vida, ha revivido en segundos lo que le costó experimentar algunos lustros. Es flexible el tiempo, no le asombra: durante su condena ha podido experimentar la maleabilidad de los relojes, los inacabables segundos y la rapidez con la que las dos horas de una visita pueden transcurrir. Siempre. Ahora es siempre. El ahora acumula lo que va a acontecer. Ya casi no duele. Se acabará pronto. Pronto puede ser una espera infinita y todavía podría revivir. Él sabe cómo manejar el tiempo, lo ha cortado unas cuantas veces. Coge de la bandeja el cuchillo especialmente solicitado para comerse su postrero chuletón y, con los ojos fijos en los de Lorelane, se rebana el cuello en un momento eterno en el que el guardia no puede hacer nada por evitarlo.

© Anabel

viernes, 29 de junio de 2012

Porque hoy es hoy



LA MUJER QUE DOMINA LOS TIEMPOS

La mujer que domina los tiempos
tiene las llaves atadas a la cintura.
Haciéndolas sonar, se contonea
mientras la arena cae cadenciosamente.
Ya no le importa si hay nubes o viento,
si el pronóstico es niebla o tormenta,
conoce todos los fenómenos,
ha viajado todas las atmósferas,
se ha mojado las alas tantas veces
que no se preocupa:
sabe que puede elevarse
sobre los azules necesarios
e incluso con piedras en los bolsillos.
Sin embargo, cuando llega al replano de la escalera,
mira hacia atrás con cierto atisbo de deseo
por si ha perdido algún relámpago
entre peldaño y peldaño.

© Anabel

jueves, 21 de junio de 2012

Solsticio de verano



Me sobra la niebla de las miradas oscuras,
los gestos grandilocuentes
y las malas intenciones.
Me sobra la luz mortecina de la decepción,
la estulticia del arrogante,
la estupidez generalizada,
la ausencia de rigor,
la desidia cotidiana.
Me sobra aquel que confunde
churras con merinas y se cree un genio,
el que la hace y no la paga,
el que se imagina único habitante del mundo
y escribe con faltas de ortografía,
el que malgasta su tiempo
y hace malgastar el de los demás.
Me sobra la mentira tanto como la desconsideración,
la cobardía en los sentimientos
y la falta de entusiasmo.

Fuego,
siembra pavesas purificadoras
con estas semillas del mal,
para recoger el fruto de los sueños
y la mezcla ardiente de todos los deseos.


© Anabel

lunes, 21 de mayo de 2012

Musa con derecho a roce



Mi punto masculino
y el tuyo femenino,
intercambio de azules y verdes,
colores con sabores letrados
que sólo nosotros apreciamos.
Yo hilvano voces,
tú deshilas mis bragas.
Quieres colocar nuestras frases
a la altura de los labios,
que sean las propias palabras
las que nos describan.
Sabes que mis letras toman mi cuerpo,
me roban las intenciones
y se escapan, entre transparencias,
para encontrarse con tu deseo
en un baño del Paseo de Gracia.
Repto poemas para recorrerte
y me explicas el secreto de los gemidos:
condensación de suspiros.
Suspiro en azul.
Me susurras en verde:
eres lo que escribes
mientras quieres lo que sueñas.
Mi frío y yo nos vamos a la cama
nuestro arcoíris bicolor
convertirá el resto de la noche
en nuestra madriguera.

© Anabel

viernes, 4 de mayo de 2012

Encadenados


Se acaba de ir. La manta aún retiene su aroma y su vello. La sacude por la ventana. Todavía. La mete en la lavadora junto con algunas toallas, como le enseñó su madre, y la pone. Cuando la saque del bombo, no quedará ni rastro de ella en la casa. Al menos, en la casa.
Sabe de sobras lo que viene ahora, se mira en el espejo y se insulta. Daría la mano que ha estado en su pubis por un cigarrillo. No, no volverá a fumar. Ojalá tuviera la misma fuerza de voluntad y pudiera asegurarse que tampoco regresará a ella. Mira el móvil, aunque sabe que la melodía deseada no sonará hasta dentro de una semana; lo comprueba, abre la agenda, busca su nombre y roza la opción “eliminar este contacto”. Le hierve la yema de su dedo índice a pesar de que sabe que sería una acción falaz: la tecla “eliminar este contacto” no aparece en su cerebro.
Había llegado con muchas ganas de sexo. La ropa se quedó en la entrada y sus cuerpos se pelearon en el sofá. La de cosas que él era capaz de hacer por ella y lo baldías que resultaron las sábanas recién cambiadas. Hoy le había exigido más que nunca. No pares, más fuerte, más fuerte. Él obedecía como el esclavo del sexo que era. Su orgasmo fue tan rotundo que Antón se asustó, por un instante pensó que le había hecho daño, pero su grito fue el estallido de un placer conseguido con rabia. Entonces, sólo entonces, él pudo deshacerse dentro del lugar más acogedor que conocía. El que más deseaba. El único que amaba. Se quedó sobre ella unos minutos, recuperando el aliento, sintiendo la humedad y el calor en todo su cuerpo, inhalándola por los poros de su excitada piel. En esos minutos, sólo rotos por respiraciones entrecortadas, se sentía un niño recién amamantado. La leche se agría pronto. El paraíso se torna en limbo cuando ella empieza a contarle cómo le ha ido la semana: lo mal que está en el curro; la mala uva del jefe; la jugarreta que su compañera le había gastado comprándose el mismo vestido; Javier no va a dejar a su mujer… Su llanto. El infierno. Escuchar lo mucho que lo quiere, las ganas locas que tiene de estar con él y lo mal que lo tienen… Cuando Antón siente la acidez de su estómago extendida por el resto de sus órganos, ella se incorpora y comienza a vestirse sonándose los mocos con un pañuelo del mismo color que la camisa que acababa de arrancarle a él. No tiene tiempo ni para un café, ha quedado.
No sé qué haría sin ti, Antón — Dalila, generosa, le regala un beso lento.
Antón acepta con gusto la limosna. Se queda parado detrás de la puerta que acaba de dar el enésimo portazo.
Abre la segunda lata de cerveza. Ha empezado la rueda, el protocolo a seguir después de cada sesión masoquista. Con la tercera, cogerá el móvil, buscará un número, que no se sabe de memoria, y lo marcará sin que le hierva la yema del dedo índice. Tiene sesenta minutos.
Dora le abre la puerta con el pelo aún mojado y una sonrisa recién pintada que ilumina el recibidor. No la desea, pero necesita olvidar y eso es mucha necesidad. Acepta una cerveza y le escucha  la letanía monótona de siempre. Se ha puesto colonia, huele bien, y el pantalón más ajustado que tiene. Su culo es bonito, como toda ella; alegre, risueña. Un cielo. Un cielo de mujer donde se podría vivir una eternidad. Puto corazón. De repente, la coge por los brazos y la besa. Ella se entrega completamente, como si fuera la última oportunidad de estar con un hombre. Se abre en cuerpo y alma.
Te quiero, Antónse le escapa a Dora.
Calla, no digas eso, no lo digas… le ordena Antón mientras la penetra con furia.
El orgasmo de Dora es intenso, pero tan dulce como un atardecer. Antón aún podría aguantar mucho más, está excitado y quiere cansarse en un cuerpo que lo desea a él, que lo ama a él. Ella lo absorbe con los ojos, deseando que él también llegue donde ella acaba de estar. Antón decide acabar la farsa. Recuperado el resuello, se levanta y va en busca de la ropa esparcida por el pasillo a modo de migas de pan que indican el camino por donde escapar. Vestido, le besa todo lo delicadamente que puede.
Dora, mi salvadora. Hasta pronto.
Dora se muerde los labios. Antón le concede un guiño y un beso enviado por el aire antes de coger el ascensor. Dentro, se mira en el espejo y se da asco. Puede sentir en sus tripas la humedad de los ojos de Dora. En la calle, comienza a caminar rápido, como si tuviera prisa o un encargo urgente que hacer. Cuando sus piernas no le responden, se sienta en un banco, bajo una farola que lo ilumina. Llora, llora como un chiquillo que no tuviera quién lo amamantara. Llora. Se tapa la cara con las manos. No precisa un espejo para saber que es un miserable.

© Anabel

miércoles, 25 de abril de 2012

Guía de camas virtuales


Foto de Francesca Woodman 


“La más señora de todas las putas,
la más puta de todas las señoras.”
Joaquín Sabina


Políglota muda
escuchas confesiones en horizontal,
secretos de estados bananeros
que abanderan pendones
rojos, húmedos y caducos.
Taxi libre y gratis,
prometes viaje de ida y vuelta.
Guía de camas virtuales
y corazones móviles,
sin derecho a primer beso
ni a remordimientos,
dejas tu cruz
junto a los condones.
Sales, algo más sucia, del armario de otras vidas
donde siempre lo fuiste.
Susurros pecaminosos te nombran reina
de pasarelas de papel.
No son suficientes las salpicaduras de placer
para tus orgasmos vacíos.
Qué lejos queda París de tu esquina.
Te regalas perfumes
convencida de que nadie te amará
tanto como tú te odias.

© Anabel

jueves, 12 de abril de 2012

Permiso



Firmó la concesión del permiso como si firmara un recibo de compra. Oyó la felicitación del funcionario y contestó con un gracias producto de las habilidades sociales adquiridas en varios cursos. Dobló el papel las veces necesarias para que cupiera en el bolsillo del pantalón y salió al patio.
— ¿Qué querían los “boquis”?
—Dame un cigarro. Nada, me han aprobado el permiso.
—Enhorabuena, tío. Joder, parece que te hayan dado una mala noticia. ¡Va, tío, alégrate! ¡Vas a pisar calle, colega! —mientras le encendía el pitillo.
Una media sonrisa se dibujó en la cara del Richi. La calle, la puta calle.
— ¡Eh, Pirri! ¡Al Richi le han dado el permiso!
Unos cuantos internos se acercaron a felicitar al Richi que aguantaba palmaditas en la espalda y apretones de mano estoicamente. En su fuero interno le hubiera gustado que le dejaran en paz, no tener que ponerles buena cara ni invitarles a café. Pero no podía, hubiera sido una falta de consideración hacia ellos y hacia los que ya no estaban.

Tuvo el impulso de llamar por teléfono a su madre, pero se contuvo. Su madre tenía más de setenta años y vivía de una pensión de viudedad con la que había levantado a dos nietos. Con esa mísera paga también había ido a visitar a sus dos hijos a la cárcel y les había ingresado lo que podía cada fin de semana durante muchos años. El Richi casi se acabó el cigarrillo de una calada. No soportaba el dolor, los martillazos en la sien, los arañazos de la culpa. Le parecía tener un gato en las tripas, eso lo tornaba loco, le hacía desear meterse algo. La droga, puta droga. Había aprendido a aguantar. Cuarenta y cinco años, más de la mitad entrando y saliendo del talego, cuatro sobredosis, incontables “monos” y un sida galopante le habían obligado a contenerse, le habían enseñado a resistir un poco más. A veces pensaba que un poco más de tanta mierda no era el mejor aliciente para alejarse de la drogadicción, pero el cansancio, sí. El Richi estaba agotado de pelearse con el mundo, con la gente, con la cárcel, exhausto de perder batallas y de verse derrotado cada mañana en el sucedáneo de espejo que tiene sobre el lavabo de la celda. Debía cumplir el juramento de ganarse su libertad. En los últimos años había sufrido un cambio de comportamiento y de actitud radical. Había pasado de ser un interno conflictivo, antisocial y drogadicto a un alumno aplicado en clase de certificado, que acaba los cursos preceptivos y de uno de los pocos que había abandonado la droga. Tenía que soportar en cada entrevista la cara de los psicólogos convencidos de que la cárcel rehabilita, dorarles la píldora y hacerles creer que él cree lo que ellos quieren que crea; callarse ante las salidas de algún funcionario fascista y soportar los cacheos sin rechistar; aguantar a más de un imbécil que se piensa el “kíe” del módulo… Pero salir era lo prometido, así se lo juró al Mortadelo el día que se lo llevaron al hospital, el último día que lo vio. No podía romper un juramento entre colegas de toda la vida. Los mejores y peores momentos los había pasado al lado del Mortadelo: los primeros atracos, el primer pico, la primera tía que se tiraron, el primer sumario… La última salida no iba a poder hacerla junto a él, pero la haría por él. Cómo habría disfrutado la libertad el Mortadelo. Habría ido a casa de su mujer, la Manoli, con su chaval, que debía tener ya catorce años. Cuántas veces le había dicho que nunca más se iba a meter, que no soportaba la cara de su hijo cuando lo miraba en el vis a vis.

—¿Mama? Hola, vieja ¿cómo estás?
Se sabía de memoria cómo sonaba la voz de su madre, qué le diría y qué le contestaría él a continuación, sabía cómo se iban a despedir, pero oírla esta vez le estaba emocionando. Tosió un poco para evitar que la voz se le ablandara.
— ¿Estás constipado, Ricardo, hijo?
—No, mama, no, sólo que me he atragantado con el humo del cigarro.
—Cuándo dejarás de fumar, cuándo…
—Sí, mama, sí. Escucha, tengo que decirte una cosa.
— ¡Ay, hijo mío! ¿Qué has hecho? Si últimamente te portabas muy bien, Ricardo…
—Que no, mama, que no. Escúchame, mujer. Me han dado el permiso. Salgo el mes que viene.
— ¡Ay, ay qué alegría! ¡Qué alegría! Verás cuando se los diga a los nenes.
—Tranquila, tranquila, a ver si ahora te va a dar algo. Anda, tranquilízate. Ya te vuelvo a llamar la semana que viene y te digo el día ¿vale?
— ¡Ay, sí, hijo sí! Y pórtate bien, pórtate bien.

Colgó el auricular. Le ardía el estómago. Se le había acabado el tabaco y fue hacia el economato. Intentaba convencerse de que era estupendo saber que en un mes volvería a ver un trozo de cielo más grande, que podría abrazar a la vieja, ir en bici con los sobrinos o llevarlos al cine. Se dio cuenta de que sólo había ido un par de veces al cine, una, a ver “La Guerra de las Galaxias” y la otra, no se acordaba, llevaba tal “colocón” que se quedó dormido.


—Pues cuando yo salga, me voy a dar una “fiestuqui” que te cagas, colega. Vamos, lo que yo te diga.
Richi estaba harto de los niñatos, de su forma de vestir, de su falta de reglas y de respeto, de su voz chillona, atronadora.
—Haz el puto favor de pedir y sal de la ventanilla, que estamos esperando, coño.

El niñato se volvió con cara de pocos amigos hacia el Richi, pero al reconocerlo se calló, cogió la consumición y dejó libre la ventanilla. En la calle nadie respeta a un yonqui, nadie da trabajo a un expresidiario. En la cárcel, al menos, le admiraban por lo que había sido, aunque el cuerpo ya no podría resistir una pelea ni siquiera con el niñato. Las defensas estaban estables, pero al mínimo catarro que pillaba caían en picado. Abre el paquete y enciende ansioso un cigarro. El sida, el puto sida.

Se subió a la celda sin comer, el estómago seguía haciendo de las suyas. Cerraron la puerta tras de sí y se quedó solo. La primera vez que oyó el ruido del cerrojo y la vuelta de la llave le pareció que le habían arrancado los pulmones con que respirar. Ahora ese sonido le hacía sentirse seguro, a salvo, lejos de los matones del patio, de la vista de los funcionarios, lejos de la calle y de los ojos de su madre, de las risas de sus sobrinos, de las miradas de los vecinos del barrio, de las lápidas de los muertos, del buscarse la vida otra vez.

En la intimidad de su celda el Richi hizo lo que jamás le reconocería a nadie: llorar.

©  Anabel

lunes, 9 de abril de 2012

Ciclo Relatos Breves en Interferencias


Sesión de abril en el Ciclo de Relatos Breves en Interferencias. Cartel de lujo que presentarán, con el desparpajo que nos tienen acostumbrados, Berbi y Jalozas. Pilar Aguarón coordinando de maravilla. Una cita imprescindible para la noche cultural zaragozana.

viernes, 30 de marzo de 2012

Exorcismo


Pasa el tiempo inexorablemente incluso para un banco del parque. Casi dos años a la intemperie que agrietan cualquier tablón, oxidan cualquier hierro y arrugan cualquier piel. A Beatriz le agradó comprobar que tanto el banco como su piel seguían en pie. Recordó aquel mes de mayo cuando bajaba a contarle al banco y a su hermana los restos de la batalla perdida, con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón. Restos de una guerra anunciada desde hacía mucho tiempo, pero no por eso el final había resultado menos doloroso. Y es que la cobardía siempre se paga con un alto precio. Pensó en volverse a sentar en él, ver si seguía doliendo tanto como la última vez, si las ganas de llorar persistían, si aún tenía el alma llena de miedo.

Y volvió a llorar, a llorar lágrimas redentoras, claras, magníficas con las que lavó un pasado imperfecto para convertirlo en un presente libre de conjugarse únicamente desde la independencia y las ganas de vivir.

Beatriz sintió que había deshecho el maleficio y que el incipiente sol primaveral calentaba como si no fuera necesario que el verano llegara.

© Anabel

jueves, 8 de marzo de 2012

El secreto de los pecados capitales

Mesa de los pecados capitales. El Bosco, 1485

El portón se cerró tras su espalda y se sintió libre. Aspiró una bocanada de aire con avaricia, como si no quisiera dejar oxígeno para ningún otro pulmón. Dejó la exigua maleta en el suelo y pasó las manos por su cabellera mal cortada, por su cara limpia de afeites, reseca como la tierra del desierto. Continuó el recorrido hacia los senos menguados por haberlos escondido durante tantos meses, hacia el vientre reducido a la mínima expresión, hacia las piernas rescatadas de la pequeñez del hábito negro, más negro aún para quienes lo han sufrido. Estalló una risa en sus labios que empezaban a recobrar el tono sonrojado que alguna vez lucieron. Empuñando la maleta cual arco de amazona, Clara se alejó ligera con la intención de saciarse de todo lo que le había sido negado en pos de una dudosa santidad, de un marido inexistente que abandona a sus devotas esposas a la deriva de una celda fría habitada por más tentaciones de las que nunca se hubiera imaginado fuera de esos muros. Muros contenedores de rezos y bostezos, de almas limpias e idealistas que han de luchar con los demonios más peligrosos que jamás existieron: la soledad, el miedo, la oscuridad, la fe ciega.

Vencer la rabia del enclaustramiento, la ira provocada por una mínima expresión vital cuando en el cielo brilla un astro inmenso que inunda de luz todos los rincones excepto las cuatro esquinas de la celda, requiere un esfuerzo brutal, sobrehumano. Porque en las noches forradas de heladas piedras el calor no se encuentra en las oraciones, ni el dios deseado aparece en el catre para dar cobijo y resguardo. Clara había prometido fidelidad y fe a cambio de un amor que correspondiera, de un marido que escuchase y le proveyera de pasión en los colchones más duros, en los fines del mundo que sólo acontecen justo antes del amanecer. No debía ser buena esposa, pues se dormía en los maitines tras las noches llorando, pensando en dónde estaba su Dios que la había abandonado. Luego, creyó que Él podría resucitarla en el paraíso perdido si era capaz de esperar, de aguantar, pero su espíritu de sacrificio se estaba agotando y la santa paciencia ya no la acompañaba, por lo que pasó a dudar de la fortaleza de sus creencias, de su promesa. Se enfadaba por ser tan débil y, a momentos, se consideraba la mayor de las estúpidas por haber creído en un cuento de hadas todavía más intangible que el de la Bella Durmiente. Empezó a hablar sobre sus vacilaciones con otras novicias y se asombró al observar la fortaleza de la mayoría de ellas. Las admiró, al principio, pero, tras convincentes argumentos de que nada se podía demostrar, las consideró unas ilusas, unas arrogantes por creerse tan especiales como para ser las elegidas por un dios que tiene un harén tan surtido. Ella también lo había creído alguna vez. Verse reflejada en un espejo tan fidedigno la hundió en una desidia absoluta, rayana en la depresión.

Antes de dirigirse a su nuevo hogar, pasó por la peluquería para arreglarse los cabellos y acicalarse. Más tarde, salió de una tienda vestida con la ropa que se había comprado y lanzó con decisión la vieja en un contenedor de basura. Ya sólo le quedaba adquirir un perfume para dejar atrás todo rastro de humedad y de aislamiento. Quería un aroma para compartir, para alegrar a aquellos que hablaran con ella, para decirles que estaba abierta a la amistad, a la colaboración, al amor. Sí, al amor sobre todas las cosas, pero al amor terrenal, al tangible, a aquel que se transmite con los dedos, con el sexo, el que empapa con salivas empalagosas hasta la última molécula, el amor extasiado, el orgasmo en la tormenta, y la tormenta tras la tormenta. Ansiaba el contacto de otras pieles que buscaran compartir un instante de existencia, un latir al unísono. ¿Qué otra clase de entrega podía ser mejor? Se miró en el espejo de la perfumería y se vio radiante: no podía negar que era una mujer bella.

La madre superiora la llamó a su despacho. La madre Auxiliadora siempre se había comportado con ella cariñosamente, abrazándola y arreglándole la toca a cualquier descuido. Clara esperaba que ella le indicara el camino, el cómo volver a Él. La conversación parecía un monólogo sobre las naturales dudas que pueden turbar a una novicia y cómo sobrellevarlas. La madre Auxiliadora hablaba y hablaba y Clara lloraba. Tan sólo acertó a decir que Dios la había mentido, que no había cumplido su parte del trato, que no la amaba. Fue cuando la madre se acercó a ella y le acarició la cara para secarle las lágrimas.

—Mi pequeña Clara, siempre tan hermosa —sus ojos refulgían—.

La madre superiora inclinó la cabeza para darle un beso en la mejilla, pero algo sucedió porque sus labios se juntaron. Clara se dejó besar, probó el fruto más prohibido de boca de una mujer y pensó que si fuera un hombre le hubiera entregado su virginidad pues ningún dios la había apreciado. Tras el beso, Clara dejó de llorar, miró a la madre superiora y dijo:

—Gracias, madre, me ha mostrado el camino— y se fue del despacho y del convento—.

Cuando se inicia un rumbo con la convicción de que es el adecuado, la oportunidad no se escapa en ningún tren regional. La oportunidad se montó en el ascensor con Clara, con la Clara recién nacida oliendo a hierbabuena y flor de azahar. Era un hombre alto, con perilla canosa, ancho de hombros y con un acento evocador y varonil.

— ¿Usted vive en el cuarto?

—Pues sí, señorita.

—Resulta que soy su nueva vecina. Me llamo Clara, vivo en el cuarto segunda.

—Israel, el del cuarto primera. Mucho gusto.

Clara pensó en la tierra prometida, en el descanso después del éxodo, en yacer bajo una palmera a la sombra de esos ojos. Al llegar al piso, él se dirigió a su puerta donde le recibió una hermosa mujer con una espléndida sonrisa. Sintió la mayor de las envidias; olió a amarillo y le sudaron las manos. Clara había decidido a qué dios iba a entregarse y aquel hombre había sido el elegido, aunque tuviera que pactar con el diablo. Así que adoptó el aspecto más parecido que podía imaginar a un súcubo y vigiló los movimientos y horarios del vecino. Estaba resultando una maestra en hacerse la encontradiza, en coincidir en la panadería, en la esquina, en necesitar azúcar y un poquito de sal. La escasa experiencia que tenía en llamar la atención de los hombres la usó toda en atraer a Israel. Incluso alquiló películas pornográficas con la intención de aprender algo más de lo que su imaginación le permitía. Y cuanto más aprendía, más claro tenía que Israel era su dios en la tierra.

Llegó el primer café y, al segundo, Clara le rezó el rosario de las cosas que deseaba hacer con él.

—Así que eras monja, vaya, no lo hubiera imaginado; tal vez por el corte de pelo, pero por lo demás…

— ¿Qué es lo demás? —Preguntó curiosa Clara—.

—Bueno, tú manera de tratar a los hombres, a mí, quiero decir.

— ¿Tanto se me nota que me gustas?

—Verás, Clara, eres una mujer muy atractiva, pero estoy casado…

—No me importa. Yo lo único que quiero es amor, amor carnal, físico. ¿Entiendes?

Israel se quedó sorprendido de la sinceridad aplastante de Clara.

—Me equivoqué metiéndome monja; menos mal que entendí que ese lugar no era para mí. Mis ganas de entrega a los demás las satisfago en la Asistencia Social, ahora necesito otro tipo de amor más palpable si cabe. Necesito que alguien me enseñe ese amor y estoy convencida de que tú eres el hombre idóneo —Israel la miraba atónito, nunca una mujer se le había declarado de una manera tan directa y sencilla—. No quiero causarte problemas con tu esposa, ni con nadie. Necesito creer que existe lo que estoy buscando y necesito que seas tú quien me lo muestre. Nada más.

—Y nada menos, Clara. Lo dices como si no hubiera más hombres, como si la cosa fuera tan fácil…

—Tú eres el elegido y es muy fácil: un hombre y una mujer haciendo el amor. No hay que añadirle nada más. ¿Es que no te gusto, Israel?

Israel la miró fijamente. Qué pregunta, pensó, claro que me gustas. Por un lado no se podía creer que algo así le sucediera a él y por otro le atraía mucho realizar una de sus fantasías más secretas.

— ¿No me estarás tomando el pelo?

—Te juro por Dios que no.

—Creo que ese juramento no me va a valer —y la besó—.

Ese beso le puso de manifiesto que no se había equivocado: su lengua le supo a miel y su saliva le devolvió la hidratación a los labios cortados tras la desértica travesía.

Arregló el tálamo con el ajuar de novia que nunca pudo estrenar. Estuvo a punto de poner velas y pétalos de flores, pero rechazó la idea: quería un estreno verosímil, lejos de novelas rosas. Llegaba la hora de demostrarse que el amor tangible existía, que nadie podía vivir sin él y sentirse completo. No sabía si a Israel le apetecería comer, ante la duda preparó comida, demasiada seguramente, pero cocinar le tranquilizaba los nervios durante la espera. Hubiera devorado la mayor parte de los platos, le urgía calmar el estómago que rugía retorciéndose en sus propios jugos. Debía contenerse, calmar su apetito. No se le ocurrió nada más que ponerse a rezar hasta que sonó el timbre de la puerta.

Puntual y con aroma a cerezo florecido entró en la casa. Clara le invitó a tomar algo, pero Israel le contestó que después tendría más hambre. Ese después encerraba un tiempo infinito aún no transcurrido en el que iba a sumergirse plenamente. Tan pronto como Israel cogió su cintura para sí, acarició su corto pelo, sus mejillas acaloradas y su boca, Clara se preparó para no perderse ni un instante y vivir al máximo aquella tarde de anunciaciones. Se había imaginado cientos de veces en situación, segura en sus gestos y movimientos, ligera como una estrella porno. Y qué lejos se encontraba de semejante escena. Se quedó colgada de la ensoñación que el primer beso, especialmente largo, le contagió y, desde ese momento, sólo pudo dejarse llevar en volandas hacia la cama, dejarse desnudar en la dulzura de las manos de Israel y en sus humedades hipnotizadoras. La total extensión de su piel era un mapa de sensaciones en plena ebullición, desde sus dedos que jamás habían tocado apéndices tan salvajes, hasta su nuca que se erizaba en cada lametazo, en cada mordisco. Temblaba como una hoja desprendida tempranamente del árbol, como la niña perdida que nunca hubiera querido aparentar. El tiempo se desvaneció entre las sábanas y el infinito abrió sus fauces para tragarse, en un éxtasis místico, las carnes de Clara.

La pereza les impidió salir de la cama para probar las aptitudes culinarias de Clara. Así que las sábanas se convirtieron en un mantel lleno de manjares de todo tipo. Cuando apetecía, una copa de vino, cuando apetecía, un beso, cuando apetecía, un poco de pan, cuando apetecía, un pezón, cuando apetecía, un dulce, cuando apetecía, otro orgasmo. Clara aprendió a tomar la iniciativa, a devolver el placer a su dios terrenal y ponerse a su altura convirtiéndose en una diosa consumada. Y la tarde se movía entre las cuatro paredes luminosas de la habitación sin saber por dónde escapar, hasta que el agotamiento obligó a hacer acto de presencia a la noche.

Clara insinuó a Israel una nueva cita, él la besó con pasión y le dijo que tenía que buscar el momento. Se fue y la vida ya no era igual, ni el transcurrir de los minutos, ni el ritmo de su latido. Era feliz como mujer, y eso era uno de los descubrimientos que habían acontecido esa tarde. Amaba y eso le produjo mayor desasosiego: Israel también era un dios a compartir. Corrió hacia la cama a refugiarse en el calor que su ídolo le había dejado entre las migas y las mantas. Pensó que la mujer de Israel había encontrado con quien amar, el dios que guiaba su vida, que calentaba su cama y su alma; ella era afortunada. A Clara se le encogió el corazón y el vientre, tuvo ganas de llorar y de arañar a aquella mujer que todo lo tenía. Efectos secundarios del último secreto desvelado: descubrir que los celos son tanto o más dolorosos que las cuatro esquinas de una celda.

© Anabel