lunes, 13 de febrero de 2012

En cuerpo y casa


Desde la ventana de su dormitorio podía perderse entre las olas y su arrulladora melodía. Saludarlas era una costumbre, una oración lanzada al mar que la devolvía a su lugar en la Tierra; un gesto que la reconciliaba con el mundo cada noche y la obligaba a creer en él cada mañana. Un acto que le hacía sentirse viva y en paz. Había sido un milagro que sólo esa casa pudo conseguir. Pero los milagros aún no habían terminado.

Sara se había vuelto a enamorar a sus sesenta y cinco años y no era de un hombre, para variar. “Si es una casa de pescadores, señora, no tiene ninguna comodidad y está muy maltrecha…” No pudo haber dicho aquel agente inmobiliario nada mejor para terminar de convencerla de la compra. Tocar la oxidada aldaba, oler la sal de las paredes azules, escuchar el baile de las baldosas y masticar el mar y el cielo que entraban por los agujeros del tejado le hizo sentirse absolutamente identificada con aquella desvencijada vivienda.

Había pasado frío durante las semanas que los obreros tardaron en remozar el baño, arreglar la cocina, reponer las tejas… Pero una mañana, tras el último brochazo de azul, la casa resplandeció como la Sara despeinada que se reflejaba en los cristales del ventanal. Supo que había encontrado donde invertir sus últimos días.

Mandó las cartas el 30 de mayo. Esperaba que, al menos, si no todos acudían a la cita, le contestaran. De algunos no sabía nada desde hacía tiempo, con otros seguía teniendo una estrecha relación y a uno nunca hubiera querido volver a verlo, pero la casa estaba transformando hasta el corazón de Sara. Y la vida seguía sorprendiéndola y regalándole: todos aceptaron su invitación a cenar la noche de san Juan.

Preparó la mesa a juego con los colores que ocupaban su vida últimamente: azules y blancos, algún violeta y pinceladas de verde y rojo añadidas por las flores que llenaban recipientes variopintos colocados en cualquier esquina. Se puso un ligero vestido ibicenco y sandalias guarnecidas con turquesas; sus muñecas sonaban al moverse repletas de plata y aguamarinas; los zarcillos brillaban al son de sus ojos. Sara y la casa fulguraban y respiraban al unísono.

Tenía a los hombres de su vida sentados a su alrededor. A todos y cada uno les había dado la parte de su ser más íntima. Se había sentido recompensada con cada uno de ellos, en mayor o menor medida, y las circunstancias o, simplemente, la vida que pasa había ido poniendo a cada uno en un lugar diferente. Por orden alfabético fueron apareciendo a lo largo de los años, curiosidad de la que acababa de darse cuenta y le hacía sonreír. Alfredo había sido su marido y el padre de sus tres hijos. Había sido el primero y nunca fue el más amado, llegó incluso a ser el odiado. Sara lo identificaba como el gran cercenador de su existencia. Tardó mucho tiempo en perdonarlo y en entender que su sino con él había consistido en engendrar hijos. Por ellos valió la pena. Benigno fue un céfiro en su fría vida matrimonial, el único que hacía vibrar su diapasón y le ayudó a soportar la asfixiante cotidianidad de aquella época. Tras el divorcio, llegó Carlos y su apoteósica sexualidad; Daniel y su poesía; Fernando y su lucha por las causas perdidas y Raúl, el sosiego en la madurez. Con ellos había aprendido a ser mujer y a ellos les debía que amara tanto a los hombres. Benigno y Raúl formaban aún parte activa en su vida. Con ellos la palabra compartir se volvía infinita, con ellos entendía el sentido de la amistad, del amor y de la pasión domesticada. Poco contacto mantenía con el resto de sus amantes, pero en esta cena los necesitaba a todos juntos. Fue una velada tranquila, sorprendentemente amigable y cordial. Les dijo que se había retirado a esa pequeña casa de pescadores para acabar sus días entre libros, músicas y películas, recuerdos y amigos; que siempre tendría la puerta abierta para ellos y que se sentía muy afortunada de haberlos conocido. Tras la cena, bajaron a la playa y, en una improvisada hoguera, quemaron los malos recuerdos y brindaron por los buenos. El cielo estaba plagado de estrellas y anunciaba un verano sin fin. Fue entonces cuando Sara les comunicó el motivo por el que los había hecho venir: padecía cáncer de mama. Estaba en tratamiento, pero la enfermedad había avanzado. Les dijo que no tenía miedo, que había sido muy feliz y que gran parte de su dicha se la debía a ellos. Era una mujer afortunada y esa era la sensación que quería que ellos se llevaran esa noche, porque prefería que la recordaran todavía hermosa, alegre, plena. “Como esta noche.”

Sara le pidió a Raúl que se quedara a dormir con ella. Necesitaba unos brazos de hombre donde apoyar y descansar su cabeza; necesitaba sentirse mujer; necesitaba su cálida comprensión. Obtuvo de él la caricia del amigo y el sexo del amante entregado. Él escuchó los planes de Sara y, aunque intentó por todos los medios disuadirla, entendió y apoyó su decisión. Y el día amaneció como si los finales no existieran.

Raúl se fue tras un beso de comunión. Sara no se separó de la puerta de entrada hasta que perdió de vista su coche. Entonces preparó la bañera con agua bien caliente, las sales y las hojas de las flores que adornaban los rincones. Abrió las ventanas para empaparse del aire del mar, puso a Bach en el reproductor, se desnudó y se metió en la bañera. Relajada como nunca lo había estado cogió la cuchilla. Cortó sus venas y dejó que el agua se tintara del mismo color rojo de los pétalos que flotaban.

© Anabel

Banda sonora propuesta por Amando Carabias María