viernes, 30 de marzo de 2012

Exorcismo


Pasa el tiempo inexorablemente incluso para un banco del parque. Casi dos años a la intemperie que agrietan cualquier tablón, oxidan cualquier hierro y arrugan cualquier piel. A Beatriz le agradó comprobar que tanto el banco como su piel seguían en pie. Recordó aquel mes de mayo cuando bajaba a contarle al banco y a su hermana los restos de la batalla perdida, con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón. Restos de una guerra anunciada desde hacía mucho tiempo, pero no por eso el final había resultado menos doloroso. Y es que la cobardía siempre se paga con un alto precio. Pensó en volverse a sentar en él, ver si seguía doliendo tanto como la última vez, si las ganas de llorar persistían, si aún tenía el alma llena de miedo.

Y volvió a llorar, a llorar lágrimas redentoras, claras, magníficas con las que lavó un pasado imperfecto para convertirlo en un presente libre de conjugarse únicamente desde la independencia y las ganas de vivir.

Beatriz sintió que había deshecho el maleficio y que el incipiente sol primaveral calentaba como si no fuera necesario que el verano llegara.

© Anabel

jueves, 8 de marzo de 2012

El secreto de los pecados capitales

Mesa de los pecados capitales. El Bosco, 1485

El portón se cerró tras su espalda y se sintió libre. Aspiró una bocanada de aire con avaricia, como si no quisiera dejar oxígeno para ningún otro pulmón. Dejó la exigua maleta en el suelo y pasó las manos por su cabellera mal cortada, por su cara limpia de afeites, reseca como la tierra del desierto. Continuó el recorrido hacia los senos menguados por haberlos escondido durante tantos meses, hacia el vientre reducido a la mínima expresión, hacia las piernas rescatadas de la pequeñez del hábito negro, más negro aún para quienes lo han sufrido. Estalló una risa en sus labios que empezaban a recobrar el tono sonrojado que alguna vez lucieron. Empuñando la maleta cual arco de amazona, Clara se alejó ligera con la intención de saciarse de todo lo que le había sido negado en pos de una dudosa santidad, de un marido inexistente que abandona a sus devotas esposas a la deriva de una celda fría habitada por más tentaciones de las que nunca se hubiera imaginado fuera de esos muros. Muros contenedores de rezos y bostezos, de almas limpias e idealistas que han de luchar con los demonios más peligrosos que jamás existieron: la soledad, el miedo, la oscuridad, la fe ciega.

Vencer la rabia del enclaustramiento, la ira provocada por una mínima expresión vital cuando en el cielo brilla un astro inmenso que inunda de luz todos los rincones excepto las cuatro esquinas de la celda, requiere un esfuerzo brutal, sobrehumano. Porque en las noches forradas de heladas piedras el calor no se encuentra en las oraciones, ni el dios deseado aparece en el catre para dar cobijo y resguardo. Clara había prometido fidelidad y fe a cambio de un amor que correspondiera, de un marido que escuchase y le proveyera de pasión en los colchones más duros, en los fines del mundo que sólo acontecen justo antes del amanecer. No debía ser buena esposa, pues se dormía en los maitines tras las noches llorando, pensando en dónde estaba su Dios que la había abandonado. Luego, creyó que Él podría resucitarla en el paraíso perdido si era capaz de esperar, de aguantar, pero su espíritu de sacrificio se estaba agotando y la santa paciencia ya no la acompañaba, por lo que pasó a dudar de la fortaleza de sus creencias, de su promesa. Se enfadaba por ser tan débil y, a momentos, se consideraba la mayor de las estúpidas por haber creído en un cuento de hadas todavía más intangible que el de la Bella Durmiente. Empezó a hablar sobre sus vacilaciones con otras novicias y se asombró al observar la fortaleza de la mayoría de ellas. Las admiró, al principio, pero, tras convincentes argumentos de que nada se podía demostrar, las consideró unas ilusas, unas arrogantes por creerse tan especiales como para ser las elegidas por un dios que tiene un harén tan surtido. Ella también lo había creído alguna vez. Verse reflejada en un espejo tan fidedigno la hundió en una desidia absoluta, rayana en la depresión.

Antes de dirigirse a su nuevo hogar, pasó por la peluquería para arreglarse los cabellos y acicalarse. Más tarde, salió de una tienda vestida con la ropa que se había comprado y lanzó con decisión la vieja en un contenedor de basura. Ya sólo le quedaba adquirir un perfume para dejar atrás todo rastro de humedad y de aislamiento. Quería un aroma para compartir, para alegrar a aquellos que hablaran con ella, para decirles que estaba abierta a la amistad, a la colaboración, al amor. Sí, al amor sobre todas las cosas, pero al amor terrenal, al tangible, a aquel que se transmite con los dedos, con el sexo, el que empapa con salivas empalagosas hasta la última molécula, el amor extasiado, el orgasmo en la tormenta, y la tormenta tras la tormenta. Ansiaba el contacto de otras pieles que buscaran compartir un instante de existencia, un latir al unísono. ¿Qué otra clase de entrega podía ser mejor? Se miró en el espejo de la perfumería y se vio radiante: no podía negar que era una mujer bella.

La madre superiora la llamó a su despacho. La madre Auxiliadora siempre se había comportado con ella cariñosamente, abrazándola y arreglándole la toca a cualquier descuido. Clara esperaba que ella le indicara el camino, el cómo volver a Él. La conversación parecía un monólogo sobre las naturales dudas que pueden turbar a una novicia y cómo sobrellevarlas. La madre Auxiliadora hablaba y hablaba y Clara lloraba. Tan sólo acertó a decir que Dios la había mentido, que no había cumplido su parte del trato, que no la amaba. Fue cuando la madre se acercó a ella y le acarició la cara para secarle las lágrimas.

—Mi pequeña Clara, siempre tan hermosa —sus ojos refulgían—.

La madre superiora inclinó la cabeza para darle un beso en la mejilla, pero algo sucedió porque sus labios se juntaron. Clara se dejó besar, probó el fruto más prohibido de boca de una mujer y pensó que si fuera un hombre le hubiera entregado su virginidad pues ningún dios la había apreciado. Tras el beso, Clara dejó de llorar, miró a la madre superiora y dijo:

—Gracias, madre, me ha mostrado el camino— y se fue del despacho y del convento—.

Cuando se inicia un rumbo con la convicción de que es el adecuado, la oportunidad no se escapa en ningún tren regional. La oportunidad se montó en el ascensor con Clara, con la Clara recién nacida oliendo a hierbabuena y flor de azahar. Era un hombre alto, con perilla canosa, ancho de hombros y con un acento evocador y varonil.

— ¿Usted vive en el cuarto?

—Pues sí, señorita.

—Resulta que soy su nueva vecina. Me llamo Clara, vivo en el cuarto segunda.

—Israel, el del cuarto primera. Mucho gusto.

Clara pensó en la tierra prometida, en el descanso después del éxodo, en yacer bajo una palmera a la sombra de esos ojos. Al llegar al piso, él se dirigió a su puerta donde le recibió una hermosa mujer con una espléndida sonrisa. Sintió la mayor de las envidias; olió a amarillo y le sudaron las manos. Clara había decidido a qué dios iba a entregarse y aquel hombre había sido el elegido, aunque tuviera que pactar con el diablo. Así que adoptó el aspecto más parecido que podía imaginar a un súcubo y vigiló los movimientos y horarios del vecino. Estaba resultando una maestra en hacerse la encontradiza, en coincidir en la panadería, en la esquina, en necesitar azúcar y un poquito de sal. La escasa experiencia que tenía en llamar la atención de los hombres la usó toda en atraer a Israel. Incluso alquiló películas pornográficas con la intención de aprender algo más de lo que su imaginación le permitía. Y cuanto más aprendía, más claro tenía que Israel era su dios en la tierra.

Llegó el primer café y, al segundo, Clara le rezó el rosario de las cosas que deseaba hacer con él.

—Así que eras monja, vaya, no lo hubiera imaginado; tal vez por el corte de pelo, pero por lo demás…

— ¿Qué es lo demás? —Preguntó curiosa Clara—.

—Bueno, tú manera de tratar a los hombres, a mí, quiero decir.

— ¿Tanto se me nota que me gustas?

—Verás, Clara, eres una mujer muy atractiva, pero estoy casado…

—No me importa. Yo lo único que quiero es amor, amor carnal, físico. ¿Entiendes?

Israel se quedó sorprendido de la sinceridad aplastante de Clara.

—Me equivoqué metiéndome monja; menos mal que entendí que ese lugar no era para mí. Mis ganas de entrega a los demás las satisfago en la Asistencia Social, ahora necesito otro tipo de amor más palpable si cabe. Necesito que alguien me enseñe ese amor y estoy convencida de que tú eres el hombre idóneo —Israel la miraba atónito, nunca una mujer se le había declarado de una manera tan directa y sencilla—. No quiero causarte problemas con tu esposa, ni con nadie. Necesito creer que existe lo que estoy buscando y necesito que seas tú quien me lo muestre. Nada más.

—Y nada menos, Clara. Lo dices como si no hubiera más hombres, como si la cosa fuera tan fácil…

—Tú eres el elegido y es muy fácil: un hombre y una mujer haciendo el amor. No hay que añadirle nada más. ¿Es que no te gusto, Israel?

Israel la miró fijamente. Qué pregunta, pensó, claro que me gustas. Por un lado no se podía creer que algo así le sucediera a él y por otro le atraía mucho realizar una de sus fantasías más secretas.

— ¿No me estarás tomando el pelo?

—Te juro por Dios que no.

—Creo que ese juramento no me va a valer —y la besó—.

Ese beso le puso de manifiesto que no se había equivocado: su lengua le supo a miel y su saliva le devolvió la hidratación a los labios cortados tras la desértica travesía.

Arregló el tálamo con el ajuar de novia que nunca pudo estrenar. Estuvo a punto de poner velas y pétalos de flores, pero rechazó la idea: quería un estreno verosímil, lejos de novelas rosas. Llegaba la hora de demostrarse que el amor tangible existía, que nadie podía vivir sin él y sentirse completo. No sabía si a Israel le apetecería comer, ante la duda preparó comida, demasiada seguramente, pero cocinar le tranquilizaba los nervios durante la espera. Hubiera devorado la mayor parte de los platos, le urgía calmar el estómago que rugía retorciéndose en sus propios jugos. Debía contenerse, calmar su apetito. No se le ocurrió nada más que ponerse a rezar hasta que sonó el timbre de la puerta.

Puntual y con aroma a cerezo florecido entró en la casa. Clara le invitó a tomar algo, pero Israel le contestó que después tendría más hambre. Ese después encerraba un tiempo infinito aún no transcurrido en el que iba a sumergirse plenamente. Tan pronto como Israel cogió su cintura para sí, acarició su corto pelo, sus mejillas acaloradas y su boca, Clara se preparó para no perderse ni un instante y vivir al máximo aquella tarde de anunciaciones. Se había imaginado cientos de veces en situación, segura en sus gestos y movimientos, ligera como una estrella porno. Y qué lejos se encontraba de semejante escena. Se quedó colgada de la ensoñación que el primer beso, especialmente largo, le contagió y, desde ese momento, sólo pudo dejarse llevar en volandas hacia la cama, dejarse desnudar en la dulzura de las manos de Israel y en sus humedades hipnotizadoras. La total extensión de su piel era un mapa de sensaciones en plena ebullición, desde sus dedos que jamás habían tocado apéndices tan salvajes, hasta su nuca que se erizaba en cada lametazo, en cada mordisco. Temblaba como una hoja desprendida tempranamente del árbol, como la niña perdida que nunca hubiera querido aparentar. El tiempo se desvaneció entre las sábanas y el infinito abrió sus fauces para tragarse, en un éxtasis místico, las carnes de Clara.

La pereza les impidió salir de la cama para probar las aptitudes culinarias de Clara. Así que las sábanas se convirtieron en un mantel lleno de manjares de todo tipo. Cuando apetecía, una copa de vino, cuando apetecía, un beso, cuando apetecía, un poco de pan, cuando apetecía, un pezón, cuando apetecía, un dulce, cuando apetecía, otro orgasmo. Clara aprendió a tomar la iniciativa, a devolver el placer a su dios terrenal y ponerse a su altura convirtiéndose en una diosa consumada. Y la tarde se movía entre las cuatro paredes luminosas de la habitación sin saber por dónde escapar, hasta que el agotamiento obligó a hacer acto de presencia a la noche.

Clara insinuó a Israel una nueva cita, él la besó con pasión y le dijo que tenía que buscar el momento. Se fue y la vida ya no era igual, ni el transcurrir de los minutos, ni el ritmo de su latido. Era feliz como mujer, y eso era uno de los descubrimientos que habían acontecido esa tarde. Amaba y eso le produjo mayor desasosiego: Israel también era un dios a compartir. Corrió hacia la cama a refugiarse en el calor que su ídolo le había dejado entre las migas y las mantas. Pensó que la mujer de Israel había encontrado con quien amar, el dios que guiaba su vida, que calentaba su cama y su alma; ella era afortunada. A Clara se le encogió el corazón y el vientre, tuvo ganas de llorar y de arañar a aquella mujer que todo lo tenía. Efectos secundarios del último secreto desvelado: descubrir que los celos son tanto o más dolorosos que las cuatro esquinas de una celda.

© Anabel