miércoles, 30 de enero de 2013

El beso de mar




Elizabeth podía volver a ahogarse. Sentía el peligro muy cerca y, sin embargo, lo deseaba tan ardientemente que el corazón se le salía del escote. Sus pechos escasamente flotaban sobre unas aguas furiosas, apretados por la chaqueta del capitán que la abrazaba con la misma fuerza con que su deseo intentaba mantenerla a flote. Y es que las piernas le estaban fallando, temblaban ante la profundidad de las emociones que volvían a mojarla, a empaparla, que volvían a convertirla en un ser con lastre que se hunde sin remedio en unos labios húmedos, en un arpón con forma de lengua y sabor salado. El beso la estaba trasladando a emociones ya vividas, al fondo de un mar que se había prometido no volver a surcar.

Elisabeth Hill se casó a los 18 años con el teniente Trevor Boyle en una sencilla ceremonia en Brentford, condado de Middlesex. La boda se organizó y celebró rápidamente pues el teniente Boyle embarcaría dos días después de aquella fría mañana del 31 de enero de 1797. Elisabeth, tras la brevísima luna de miel en Londres, fue a vivir a la enorme casa de campo que su marido había heredado de sus padres, muy cerca de donde el río Brent confluye con el Támesis, con un par de criados y las tediosas visitas de los nuevos familiares políticos. La soledad mezclada con el miedo mermaba la templanza de una joven poco acostumbrada a tanto trajín social. Además, la impaciencia por recibir noticias de altamar, a sabiendas de que su marido iba a intervenir en una batalla naval, la tenían en tal estado de excitación que le diagnosticaron nervios y ansiedad en vez de lo que realmente era. La atiborraron a tisanas, a paseos por el campo e, incluso, llegaron a aconsejarle una sangría, pero el único remedio posible era la misiva de ultramar. A finales de febrero, llegaron noticias de que la Marina Británica había vencido a la Armada Española en la batalla del Cabo de San Vicente. La ineptitud del teniente general José de Córdova había facilitado el triunfo al comandante John Jervis. El número de bajas de la Marina Británica había sido muy inferior al español, pero aun así rondaba los cien muertos. La victoria alivió un poco el estado de ánimo de Elizabeth, pero hasta que, unos días después, no llegó la carta de su esposo, no respiró tranquila por primera vez en su corto matrimonio. Trevor le relataba escuetamente la batalla, se recreaba en la victoria y en el ascenso que su bravo comportamiento le había proporcionado. Ya era capitán. Con esa frase cerraba una misiva tan anhelada como fría. Ni siquiera una despedida dedicada a su amada esposa. Recordó que la noche en que lo conoció, en un baile en casa de los Cranfield en su ciudad, Canterbury, no pudo reprimir morderse los labios al verlo tan guapo con su uniforme de teniente. Ahora ya no sentiría la misma atracción al verlo enfundado en el de capitán. Elizabeth recobró la compostura, entendió de golpe que su vida iba a consistir siempre en lo mismo: esperar y esperar, rodeada de lluvia, de humedad, de frío, de tierra y de su propia soledad. Sintió marearse, como si estuviera en la cubierta de un barco. En un movimiento reflejo, se echó la mano al vientre. Tal vez no estuviera tan sola.

Elizabeth intentó salir de la zozobra agarrándose al cuello del capitán O’Brian, pero ese acto le alejó todavía más del asidero que buscaba porque el beso se hacía cada vez más intenso. Con gran fuerza de voluntad, se apartó del rostro de Thomas O’Brian y le miró a los ojos. Eran más mar, tan azules que se sintió humedecer. Él le acariciaba la mejilla.
—He de reconocer que ya en tu boda me quedé prendado de ti. Por supuesto que nunca lo dejé entrever, pero ahora, tras cinco años de la muerte de Trevor, creo que expresar mis sentimientos abiertamente no ha de escandalizar a nadie. El recuerdo de Trevor ha sido debidamente respetado.
Elizabeth pasó las manos por la cara de Thomas, las sienes le latían, sentía el ardor de esos ojos sobre todo su cuerpo.
—No puedo negar mis sentimientos, no puedo decirte que no sienta nada por ti. Pero tu amistad con Trevor me hace dudar, tal vez no se entienda, tal vez debamos esperar…
—Elizabeth, ¿eso te preocupa? ¿De qué tienes miedo?

Nació Trevor Boyle segundo dos semanas después de que su padre embarcara dirección al Caribe. Cada acontecimiento importante era refrendado por la ausencia del marido. Cierto era que Napoleón se había empeñado en conquistar Inglaterra, que eran momentos difíciles y la patria necesitaba de sus servicios, pero el nacimiento de un hijo bien se merecía un descanso si no, un receso. Trevor era un marino de raza, educado para entregar la vida por su país y a la mar, precepto que seguía hasta las últimas consecuencias. Llegaba a marearse en tierra a menudo, cosa que nunca le había sucedido en el mar, ni siquiera en las peores tempestades, y la sangre le sabía mucho más salada de lo habitual.  Elizabeth empezó a sentirse celosa de la mar, de la capacidad que tenía de atrapar a los hombres con su espuma y su potencia sin tener en cuenta que tuvieran una vida propia en tierra. Engullía a los muertos y a los vivos, también, y a pesar de ello, los hombres se entregaban a su profundidad sin titubear. Comenzó a relacionarse con alguna viuda de oficial que vivía cerca y pasaba las tardes en compañía, pero hablar del mar, de los barcos, de la guerra, de la posibilidad de que no volviera, era inevitable y eso no aliviaba su soledad ni su aprensión. El pequeño crecía rodeado de mar por todas partes, aunque la ventana de su habitación tuviera vistas al agua dulce. Dibujaba barcos, los galones de su padre, era capaz de enumerar de un tirón todo el velamen y los palos de una fragata y jugaba con el jardinero a remar sobre el césped del jardín. Elizabeth se temía lo peor: que la sangre fusionada con agua de mar se transmitiera de generación en generación. El único regalo que su marido le hizo al niño fue un uniforme de capitán un par de meses antes de que embarcarse hacia la que sería su última batalla.
—El próximo noviembre cumplirás ocho años, vas a ser un gran marino, Trevor Boyle Junior.
Y a Elizabeth se le congeló la respiración.

Desde que una honrosa muerte en la batalla de Trafalgar convirtiera a su marido en un héroe nacional, el mayor temor de Elizabeth fue que su hijo se hiciera marino. Pero Trevor Jr. ya quería surcar los mares mucho antes y los surcaba aunque fuera entre los campos de alfalfa o sobre la alfombra del salón o sorteando las olas entre tormentas oníricas. Hacía unos meses había ingresado en la Marina Británica con tan solo 12 años de edad. El día en que los miedos de Elizabeth se hicieron realidad fue el día más feliz de la vida del pequeño Trevor. El mar le volvía a robar la vida, la volvía a dejar sin respiración, sin sueños, sin alegría; el mar la volvía a dejar abandonada, náufraga en tierra y sin timón. Lo único que el mar le había devuelto era la soledad. Y ahora esos besos que la ahogaban en un placer incontrolable la devolvían a la vida mojada, con los latidos alborotados, salpicando deseo y ganas de emprender una nueva travesía. Pero Elizabeth sabía de primera mano qué podía esperar si accedía a la petición de matrimonio del capitán Thomas O’Brian. Su mente sopesaba, mientras el corazón intentaba hacer trampas secando el charco que el anhelo estaba formando. Prefería la soledad a sufrir de nuevo por el regreso de un marido. Bastante tenía ya con las noches en vela que la ausencia de las risas de su hijo le había dejado.
—El mar se llevó a mi marido y mi hijo acaba de ingresar en la Marina Británica. Rezo todos los días porque Dios le proteja, porque ese loco de Napoleón abandone sus ambiciones imperialistas, porque el mar no se enfurezca. No quiero recibir sus pertenencias en un petate sin ni siquiera poder verlo por última vez. Todo se lo queda el mar.
—El miedo no puede separarte de mí, Elizabeth. No puedo prometerte que nada me sucederá o que nada le sucederá a tu hijo, pero sí puedo prometerte que te amo y que quiero compartir mi vida contigo.
Los besos y los abrazos de Thomas no aclaraban a la atribulada Elizabeth que sentía la sal de la mar acechándola en la comisura de los labios.
—Si sólo son tus lágrimas, querida—le susurró el capitán mientras las secaba con su pañuelo.
Elizabeth realmente amaba a ese hombre, incluso mucho más de lo que alguna vez amó a su marido. Y entonces pensó que tal vez esa pasión desbordada era lo que su marido sentía por la mar, lo que su hijo y cualquier otro marino sentían por aquella acuosa profundidad salada: una atracción irrefrenable, más potente que la de un imán, más intensa que la que ella misma sentía en ese momento por Thomas.   Una nueva certeza apareció en su vida: ella no atraería jamás a ese hombre de la misma manera que lo hacía el azul infinito.

Se secó las lágrimas, se atusó el pelo e intentó recomponer su figura. Se apartó un metro del estupefacto capitán O'Brian y dijo:
—Lo siento, Thomas, no puedo competir.

© Anabel

viernes, 4 de enero de 2013

Falacia



No he sido la primera,
probablemente, no seré la única
ni tan siquiera por un momento.
En mis sueños de ojos abiertos
tampoco puedo imaginar un final
donde tú y yo nos amemos
incondicionalmente y a la vez.
Es la falacia del orgasmo al unísono,
del latir al mismo tiempo
que las cerezas florezcan en mi boca
o los higos lastimen tu lengua
con la aspereza de una gata de afiladas uñas.
Se me escapan las horas, arena entre nardos,
las ilusiones se volatizan en la niebla.
Ni souvenirs me he de llevar de esta historia
en la que ni siquiera seré la última.

© Anabel