martes, 20 de octubre de 2015

Rotundidad



Ella estaba sentada delante de sus ojos. Era el centro de atención de la mesa y de gravedad del comedor; era el sol alrededor del cual giraba la escena. El pequeño universo respiraba al ritmo de sus pulmones y el parpadeo de sus ojos discernía los segundos de luz de los de oscuridad. Rotunda. Si no estuviera fuera de lugar, Miguel se habría arrodillado ante semejante diosa. Su diosa soñada.

Hacía veinte años que Araceli se había mudado al mismo bloque que Miguel. Llegó tan jovencita que todavía no desprendía una luz potente, aunque sus ojos alegres y su manera de caminar presagiaban que se estaba gestando un ser arrollador. Miguel, por entonces, tenía que atender a dos adolescentes, Adrián y Andrea, más a una esposa que le amargaba los días y le hacía insoportables las noches.  Tardó en divorciarse bastante tiempo impedido por la hipoteca, por un mal sentido del deber y, sobre todo, anestesiado por una rutina impávida pero inapelable.  A Miguel le resultaba muy agradable subir en el ascensor con aquella vecina del quinto que olía tan bien, que miraba con ojos atentos y contestaba siempre con una sonrisa tan ideal que jamás pudo detectar ni un rasgo de hipocresía en ella. No se percató enseguida de su magnetismo, tal vez Miguel no fuera un hombre demasiado avispado, pero poco a poco fue disfrutando cada vez más de los encuentros fortuitos con Araceli.

Araceli y José Antonio eran el paradigma de la pareja perfecta. Dos años de casados, un niño de meses, presente feliz y grandes expectativas para un futuro mucho más amplio que su propio pasado. En el bloque, la estima de los vecinos y el cuchicheo malvado de alguna celestina insatisfecha constituían las dos caras de una moneda: la de la admiración. Pero la felicidad es impermeable, aunque no irrompible. Tras enterrar a su marido y ver la irrisoria pensión de viudedad que iba a percibir, Araceli hizo balance: dos hijos y multitud de momentos memorables fue lo que dieron de sí quince años de matrimonio.

A Miguel esos años le rentaron menos: ni un hijo más, dando gracias a Dios, y un disputado divorcio que le mermó la independencia económica, pero le multiplicó la libertad y la calma. Pudiera ser que esa libertad y esa calma le incentivaran la sensibilidad porque comenzó a albergar fogosos sentimientos hacia Araceli. Ella no podría notar la magnífica transformación que su cuerpo, que, incluso, su aura habían experimentado, pero no pasó en absoluto desapercibida para su vecino del sexto. El simple olor o la simple posibilidad de tropezarse con ella en el portal, lo transformaban en un joven poderoso, decidido, capaz de cualquier locura por amor. Maquinaba cómo dirigirse a ella, cómo captar su atención, primero, para convencerla de su amor y, luego, enamorarla con su fuerza, con su experiencia, con su capacidad de protección y pasión.

Entre ensoñaciones y deseos, las estaciones se fueron sucediendo mucho más rápido de lo que Miguel logró hacer acopio de valor para declararse a su ansiada musa. Araceli se había convertido en una mujer completa, de formas generosas, contundentes, firmes, fragantes; con un cabello rubio y rizado que arañaba con delicadeza los bordes de su escote; con carcajadas tan categóricas como el verde de sus ojos, defendidos por unas pequeñas arrugas que, al contrario de lo que se pudiera pensar, sólo hacían que rejuvenecerla. A sus sesenta y cinco años, Miguel experimentaba unos amaneceres pletóricos; henchidos el alma y el miembro, se pasaba los primeros momentos de la mañana entre orgasmos y gozosas imágenes de su querida Araceli. Tal vez no fuera un hombre resuelto, pero Miguel no contempló la posibilidad de que otros hombres la pretendieran. No podía ni siquiera imaginar a nadie, absolutamente a nadie, que la amara, venerara y deseara tan ardientemente como él.

Veinte años y Miguel la tenía por fin sentada a su mesa, compartiendo con ella comida, mantel, atmósfera, miradas. Veinte años y los dioses le habían otorgado su deseo o, al menos, parte de él: podría verla todos los días, desayunar cada mañana con su cálida voz, darle las buenas noches y besarle en la mejilla con amor, con casto amor. Tal vez careciera de dotes para dirigirse a la divinidad, para expresar sus anhelos de forma exacta y contundente, porque los hados concedieron el compartir la pasión, el deseo, la cama y la saliva al ser más cercano y parecido que encontraron a Miguel.

Delante de él, para que pudiera admirarla cada día de su vida, cada instante de su jubilación, de su vejez. Tan cerca y tan lejos, tan vívida y tan inaccesible. La rotundidad del destino tenía el color de los ojos de Araceli y el gesto lascivo, por debajo de la mesa del comedor, de la mano de Adrián entre las piernas de su esposa.

©Anabel