miércoles, 19 de abril de 2017

Regalo de Ensueño

Sol ardiente de junio de Lord Frederic Leighton, 1895


Si supieras que esta noche he soñado contigo; que hemos hecho el amor entre las iniciales bordadas de tu mujer; que me has exigido otra cita antes de abandonar tu casa; que no me has dejado ir sin robarme otro beso en el pasillo. Si supieras de qué manera he soñado contigo. Si te lo dijera…

Si tuviera el valor de contártelo, imagino que te sorprenderías y, una vez asimiladas mis palabras, una mueca indecisa invadiría tu rostro al tiempo que tus pies se echarían hacia atrás, apartándose de un camino que jamás recorrerían. Me quedaría plantada cual caña a merced de la intemperie, mirando cómo tu reticencia se aleja de mí con prisa acuciante. Es probable que así fuera en el mejor de los casos, aunque estoy segura de que, en momentos de soledad o de aburrimiento, un céfiro traicionero susurraría a tu oído imágenes de mi soñado relato: cuando los reproches  cotidianos invadieran tu espacio vital; o mientras leyeras las mismas noticias deprimentes de siempre; o cuando tus hijos te respondieran a portazos; o en las noches que ya sólo te ofrecen recuerdos lejanos, en esos instantes, te vendría a la cabeza mi escote abierto en canal, desprendiendo la fragancia ácida y penetrante que sólo el deseo posee; sentirías la electricidad que asalta en el roce de pieles; escucharías mis jadeos  salpicándote; paladearías mi saliva en tus labios y mi mirada en tus ojos pidiéndote un poco más porque todavía no llego y tu pene te descubriría que realmente te resulto peligrosamente excitante. Llegados a este punto, me atrevo a apostar que la noche te brindaría un sueño húmedo en mi cama, sobre mi respiración, dentro de mi vida onírica. Al día siguiente, cuando coincidiéramos en el trabajo, tal vez te sintieras turbado por haber estado desnudo ante mí, por haber averiguado mis secretos más íntimos, como si hubieras leído mi diario, pero, a continuación, tu pudor se convertiría en poder al acordarte de cómo habías satisfecho cada poro de mi piel, resguardados los dos bajo esa noche impune que sólo nosotros habitamos. Y entonces nuestros ojos comulgarían, nos sonreiríamos con la confianza que proporciona la certidumbre de haber satisfecho el apetito del otro. Ese sueño de deseo complacido significaría nuestra unión más allá de la realidad, nuestra realidad más allá de lo tangible.

Si te dijera que esta noche he soñado contigo, estaría regalándonos una noche de auténtico e inalterable amor.

− ¿Sabes, Jaime? Hoy he soñado contigo…

© Anabel

domingo, 16 de abril de 2017

De alma perenne

Pantano de Mediano, Huesca.


“Querido chopo, tus hojas nos han siseado mientras descansábamos bajo tu sombra buscando el resguardo de un duro día y tu tronco fue el apoyo de mi marido en sus cavilaciones. Mis nietos han jugado a tu alrededor y entre tus raíces enterramos al viejo Luqui. Has sido testigo del paso de las estaciones, del crecer de las hortalizas, de los frutales… Eras la esfinge que señalaba en la lejanía dónde quedaba nuestro huerto y que vigilaba su débil entrada. Invariablemente, al llegar a la huerta,  tocábamos tu corteza, era como un gesto supersticioso, como una contraseña, un saludo entre amigos. Todo lo que quiero va a ser anegado y en los recuerdos que me lleve constantemente estarás tú protegiéndonos de las inclemencias. Lástima que no puedas defendernos de ésta. Pero sé que tú te salvarás, como la torre de la iglesia que no dará su campanario a torcer, que quedará como la prueba impertérrita del transcurrir de unas gentes que amaron su tierra y fueron obligadas a abandonarla. Lo sé porque veo la torre permanecer gallarda entre añiles y a ti te veo poblado de nidos. Querido chopo, tendrás una segunda vida de la que no podrán arrancarte.”

En ese momento no entendí lo que la abuela me estaba diciendo. Mis rizomas llevaban años diseminándose por esa vega fértil, disfrutando de la familia de Alegría en el devenir del tiempo. No sabía de qué aguas malditas me hablaba, pues la lluvia siempre era bienvenida; no comprendía sus palabras de despedida, sus lágrimas ni, mucho menos, su vaticinio. Hubiera querido que me aclarase unas cuantas dudas, pero sabía que sólo debía esperar, esperar desde la quietud para desentrañar semejante misterio. Al cabo de un tiempo, el pueblo se inundó; excepto la torre de la iglesia, el valle quedó bajo aquel mar sobrevenido como un vómito de muerte azul. Dejé de ver el cielo, de sentir la brisa; me deslicé de mi hueco vital y sentí como el barro se apoderaba de mi savia. Aves sin alas revoloteaban entre mi maltrecha madera dejando un rastro de burbujas. Eché de menos el agua a gotas y las caricias de Alegría. Entonces fue cuando debí morir.

No sé exactamente si estoy en un sueño o en la vida después de la muerte, no soy capaz de dilucidarlo, simplemente me siento vivo, aunque no produzca clorofila alguna, ni me rieguen, ni me nazcan hojas. Es un estado extraño, en el que ni soy ni siento como antes, pero en el que me encuentro bien. Un verano, que evaporó casi por completo el caudal del pantano, quedé al descubierto y fue entonces cuando me cercenaron a trozos y me llevaron hasta la ciudad. Me metieron en unos bajos en los que estaban haciendo obras y me sometieron a un tratamiento para dejar mi madera seca e incorruptible. Luego me recompusieron grapándome las ramas y plantándome en un macetero lleno de piedras. Con unos alambres me aseguraron al techo y quedé erguido de nuevo. Me reflejo en las paredes acuosas que son lo más parecido al líquido elemento. No soy un árbol bonito, pero tal y como me han colocado parezco un fósil esbelto y casi señorial. Se podría decir que he sido el primer cliente de la peluquería. Al principio de abrir el negocio todo el mundo se fijaba en mí y preguntaba por mi procedencia. Ahora ya se han acostumbrado, aunque de vez en cuando todavía haya quien se queda maravillado ante mi exigua figura. El único céfiro que percibo son los aires salvajes y calientes de los secadores, por los ventanales entra luz a raudales y las chicas con uniforme me pasan un plumero a menudo. No son las caricias de Alegría, pero me hacen cosquillas. Me han colgado una casita para pájaros y unos nidos abandonados se mantienen a duras penas entre mis ramas huesudas. Soy un fantasma que cobija pajaritos invisibles y proporciona sombra a cabezas envueltas en toallas. Vuelvo a sentirme parte de un trozo de tierra, he vuelto a echar raíces.

Hace unos días me llevé una gran sorpresa: Alegría entró por la puerta del local. Me puse tan contento que creí que me iba a brotar una hoja. Me dijo que llevaba mucho tiempo siguiéndome el rastro y que, por fin, venía a quedarse conmigo. Ahora ella se sienta en la butaca que hay justo debajo de mí, donde suelen maquillar a las señoras, y comentamos las conversaciones plagadas de secretos que las parroquianas le cuentan al estilista; de vez en cuando, desperdigamos alpiste para nuestro amigos volátiles y, por la noche, cuando el salón queda desierto, recordamos los buenos tiempos en los que nos daba el sol y la brisa nos despeinaba.

― Alegría, ¿no oyes unos ladridos?

© Anabel

sábado, 1 de abril de 2017

Maldito corazón fuerte


Piel con escamas de pez anciano
por donde resbalan los recuerdos
a una parsimonia cruel.
Patinan las imágenes por su mirada
como el nadador por una piscina
olímpicamente olvidadiza.
Sus piernas se han unido al juego de la flor de loto
y se han negado a sostener
ese cuerpo vacío que a expensas y a duras penas
vive de un corazón fuerte.
Músculo forjado a base de
sacrificios sin recompensa,
madrugones sin sol,
matrículas rasgadas,
dolores sin epidural.
¿Por qué eres tú el único órgano que recuerda
como era aquello de vivir?
¿Crees que por convertirte en acero
no te oxidarás?
Oh, corazón, corazón fuerte,
maldito seas
por empeñarte en tu legado de latidos sin rumbo,
porque tu obstinación es mi dolor
y tu rendición, mi orfandad.


© Anabel